Acabo de leer
Verano griego. 4.000 años de Grecia cotidiana, del escritor francés Jacques Lacarrière (1925-2005). El libro ha sido publicado por la editorial
Altaïr con la colaboración de la
Asociación Cultural Hispano-Helénica, y está traducido del francés por David Fernández Jiménez.
La larga e intensa relación que Jacques Lacarrière mantuvo con Grecia durante buena parte de su vida es el argumento de este libro, cuya primera redacción es de 1975, aunque contiene un apéndice posterior de los años 80. Lacarrière estudió filología clásica en París y visitó Grecia por primera vez en 1947, con el grupo de Teatro Antiguo de la Sorbona para representar los Persas y el Agamenón de Esquilo. Grecia acababa de salir de la Segunda Guerra Mundial y se encontraba inmersa en su propia guerra civil. Uno de los primeros recuerdos que evoca el autor es su visita a Delfos, por entonces fuera del control del ejército gubernamental y en manos de los partisanos del ELAS. Tres años después regresó a Grecia desde Francia, viajando en autostop y sin apenas dinero en el bolsillo. Desde entonces Lacarrière acudió con regularidad a Grecia, donde pasó temporadas más o menos largas y tradujo al francés autores griegos clásicos y contemporáneos. Esta relación se vio interrumpida en 1967 por el golpe de estado de los coroneles. Durante diez años el autor no volvió a Grecia, pero plasmó sus recuerdos, impresiones y vivencias en este libro que tituló Verano griego porque, según confiesa, el verano era para él "sinónimo de la maduración de los frutos y las estaciones de mi memoria".
El abundante y heterogéneo material del que se compone Verano griego se organiza en cuatro secciones. En la primera, titulada El monte Atos. Tres viajes a la Montaña Santa, el autor recorre los monasterios, las ermitas y las cuevas de los anacoretas que habitan esta "parcela de Bizancio en el mundo contemporáneo". Y es que, como dice Lacarrière, "un viaje a Atos es, sobre todo, un viaje en el tiempo".
En la segunda parte, La tierra Griega, el autor se centra en Creta y en algunos de los lugares de la Grecia continental donde se siente con más fuerza la presencia de la Grecia antigua: Epidauro, Micenas, Arcadia, Nemea, Tebas, Delfos... Describe su paso por estos lugares en los años 50 y 60, antes de la llegada masiva de los turistas. Los restos del pasado y su rastro en la Grecia actual le dan pie para reflexionar sobre la vigencia intemporal de los viejos mitos o la importancia del teatro griego.
La Grecia moderna, que había compartido protagonismo con el pasado bizantino y clásico en la primera mitad del libro, es la protagonista absoluta de Las Islas Desnudas. A este respecto hay que hacer notar que Lacarrière insiste una y otra vez en la continuidad entre pasado y presente en Grecia, que se manifiesta sobre todo en ese tesoro maravilloso que es la lengua griega. Como dice el autor en una de las frases más luminosas del libro, "los griegos siguen existiendo tal y como la eternidad los cambia". En esta tercera sección Lacarrière evoca sus viajes durmiendo al raso en la cubierta de caiques desvencijados, y sus estancias en islas como Patmos, Serifos, Halonesos, Psará, etc.
La última parte del libro, La otra Grecia, contiene observaciones sobre diversos aspectos de la Grecia moderna: el teatro de sombras o karagiozis, la canción rebétika o la cuestión lingüística. El libro se cierra con un interesante apéndice, escrito en los años 80, en el que el autor habla de su regreso a Grecia después del paréntesis de la dictadura de los coroneles, y de los profundos cambios que había experimentado el país.
Verano griego son casi 400 páginas de puro amor y pasión por Grecia, que nos ofrecen un variado fresco de los pueblos, las islas, las ciudades, los paisajes y las gentes griegas durante los treinta años que van desde la Segunda Guerra Mundial a la dictadura de los coroneles. Terminamos con un par de citas del libro en las que el autor se pregunta por los motivos que le han llevado a recorrer Grecia durante tantos años:
"No sé exactamente por qué motivo -es decir, con qué finalidad manifiesta o expresable- he viajado por Grecia durante veinte años y todavía menos por qué escribo este libro, salvo por compartir lo que amo, desde luego no para construir una obra universitaria ni científica. Todo esto para decir que durante veinte años -y más aún si vuelvo a Grecia en el futuro-, he tenido y tendré que saber arreglármelas. En más de veinticinco viajes a Grecia durante estos años, tan sólo en dos o tres ocasiones he salido con dinero suficiente para volver a Francia. Sin embargo, y a fin de cuentas, esto no tiene ninguna importancia en sentido estricto, ya que ni me ha impedido viajar ni me ha obligado a escribir otra cosa que no fuera lo que yo he querido. No me he muerto de hambre ni de frío ni de enfermedad, y cada nuevo viaje, por su incertidumbre y azar constantes, era para mí como el primero. De hecho, le debo a esa escasez de dinero -que he maldecido más de una vez, claro está- el haber conocido, vivido y recorrido Grecia como un griego más; un griego del pueblo llano, se entiende, y he convivido con ellos durante todos estos años, a menudo alojado en sus casas".
"Ahora percibo lo que puede ser el Verano griego, y sobre todo lo que no puede ser: es el relato de una amistad, de una relación en el sentido amoroso del término con un país, un pueblo, una historia común y unos dramas compartidos. En consecuencia, es injusto, es parcial. No puedo considerar a los griegos una entidad demográfica: en Grecia he conocido a personas que me han exasperado y a otras que me han fascinado. Había de quien huía y a quien buscaba. Hay regiones a las que nunca he tenido ganas de ir, otras de las que no conseguía desligarme. Todo esto constituye mis vínculos con Grecia: de la belleza fija y azul a la tormenta y los meltemis interiores, mis lazos han pasado por todos los estadios. Y en ninguno de estos estadios, mi mirada sobre este país ha sido objetiva, y sé que no lo será nunca".