domingo, 24 de febrero de 2019

Cartas de los hombres

Hace ya más de dos mil años que Publio Ovidio Nasón dio voz en sus Heroidas a alguna de las figuras femeninas más célebres de la mitología. En esta colección de cartas poéticas, compuesta en dísticos elegíacos, Penélope, Medea, Helena, Fedra y Ariadna, entre otras, dirigen sus quejas, reproches e inquietudes a sus respectivos esposos o amantes. Las seis últimas cartas están agrupadas por parejas y en ellas cada una de las protagonistas responde a los argumentos planteados por su compañero en la misiva precedente. Pero la mayoría de estas cartas de mujeres quedan sin respuesta, a la espera de que lleguen a sus destinatarios.

Publio Ovidio Nasón

Otros escritores antes que Ovidio habían hecho el esfuerzo de meterse en la piel de las mujeres para intentar comprender los sentimientos y emociones del alma femenina. Nos podríamos remontar hasta Estesícoro, el poeta lírico griego que, según la leyenda, perdió la vista por ofender a Helena en uno de sus poemas. Habría recuperado la visión tras componer su Palinodia, una nueva versión del mito en la que la reina de Esparta salía mejor parada. Sabemos también que entre los ejercicios retóricos del sofista Gorgias se incluía un Encomio de Helena, en el que se justificaba a la denostada heroína, acusada habitualmente de haber provocado la guerra de Troya. La influencia sofística es evidente en Eurípides y en los personajes femeninos de sus tragedias: esas Medeas, Hécubas, Andrómacas o Fedras que reivindican con pasión, pero también con sólidos argumentos retóricos, su dignidad, al tiempo que denuncian las injusticias a las que se ven sometidas. Es un hecho conocido que Eurípides no gozó del favor de sus contemporáneos, que contemplaban escandalizados a unas mujeres que no reprimían sus emociones y no se sometían en silencio a la autoridad del varón. Sin embargo, en épocas posteriores sus tragedias se volvieron las favoritas del público y su influencia se extendió hasta la literatura latina. No sólo el teatro de Séneca, sino también las Heroidas de Ovidio beben en última instancia de las fuentes de Eurípides.


Como decíamos al principio, esas cartas de mujeres, salidas de la pluma de Ovidio, fueron enviadas hace ya dos mil años, pero quedaron sin respuesta. Aunque sabemos cómo acabaron las historias de sus protagonistas, resulta tentador preguntarse qué habrían respondido Hércules, Jasón o Aquiles si las hubieran leído, cómo habrían justificado sus acciones Ulises, Hipólito o Eneas. Ese es el reto que se ha propuesto Graciela Rodríguez Alonso (Santander, 1958) en sus Cartas de los hombres, publicadas por la editorial La Huerta Grande.
Al leer las Heroidas me identifiqué, primero, con cada una de las remitentes para, después, ponerme en el lugar de los verdaderos destinatarios, los hombres a quienes ellas adoraban, imprecaban, anhelaban o maldecían sin recibir respuesta. Sólo el silencio.
La autora ha desarrollado su carrera profesional en el mundo de la informática, pero demuestra una sólida formación literaria, que le ha permitido resolver brillantemente el desafío de escribir las respuestas a las epístolas de las heroínas de Ovidio. En un proceso inverso al del poeta latino, penetra en el alma masculina para intentar comprender y justificar su modo de actuar. Hay una diferencia formal con el precedente ovidiano. Estas cartas están escritas en prosa, aunque con un estilo que recoge las figuras e imágenes de la literatura clásica y no desentona con el original latino, mucho menos con la prosa en la que están escritas las traducciones modernas de las Heroidas.



En la obra de Graciela Rodríguez Alonso se incluyen sólo cartas de hombres. Las redactan aquellos héroes a los que las heroínas de Ovidio dirigieron sus palabras. Como señala la autora en la introducción, lo más doloroso para el que escribe una carta es la falta de respuesta.
Todo aquel que haya escrito una carta sabe qué efectos pueden provocar esas páginas desde el momento en que se envían. Uno se desprende de ellas aguardando una respuesta, sin poder apartarlas de su mente, temiendo -sobre todo si son de alguien muy querido- que se extravíen en algún lugar del camino, calculando cuánto tardarán en llegar, imaginando cuándo serán leídas, qué efecto provocarán y cómo serán respondidas. No hay nada más decepcionante que la ausencia de respuesta.
La mayoría de las cartas del libro son respuestas directas a las compuestas por Ovidio, a cuyos argumentos replican punto por punto. Se podrían leer a continuación de su precedente latino. Es el caso de la de Odiseo a Penélope, la de Jasón a Medea, o la de Paris a Enone, por citar sólo algunos ejemplos. Otras cartas, aunque presentan los mismos protagonistas, no responden a las cartas de Ovidio, porque están escritas en un momento diferente de la relación entre los personajes. Así Teseo escribe a Ariadna desde Creta, poco antes de partir hacia Atenas, mientras que la carta que Ovidio puso en boca de Ariadna está fechada en Naxos, después de haber sido abandonada por Teseo. Un tercer grupo de cartas son totalmente originales e introducen interlocutores que no aparecían en la obra de Ovidio. Y es que la autora, después de contestar a las cartas que quedaron sin respuesta, no puede resistirse a la tentación de imaginar qué palabras habría podido dirigir Aquiles a Deidamía, al enterarse de que había engendrado un hijo con ella, o un Odiseo ya anciano a Circe, añorando desde Ítaca las aventuras pasadas.

Los sentimientos expresados en estas Cartas de los hombres varían según los casos. En unas encontramos compasión, compromiso y amor sincero, aunque combinados con reproches motivados por los celos o la impaciencia. En otras el tono predominante es el rechazo, cuando no el desprecio más absoluto, como en los casos de Jasón y Medea, o Hipólito y Fedra. En ocasiones aparece la sorpresa, como en la carta antes citada de Teseo a Ariadna. El héroe ha descubierto en el laberinto que Ariadna visitaba regularmente al Minotauro, que éste la amaba, que no es sólo el aspecto lo que nos hace monstruosos.
Asterión ha muerto, pero en cada uno de nosotros habita un monstruo que grita en soledad. No hay salida, Ariadna, no hay hilo ni espada ni alas de cera que nos libren de nuestro monstruo particular. Imaginas que hay un lugar a salvo lejos de Creta, sueñas con una vida sin laberinto al otro lado del mar. No existe. Huir no es la solución, ya sabes cuál ha sido el final de Ícaro. De nada sirve ocultar nuestras culpas, mantener en secreto nuestros deseos, confiar en los dioses. Sólo nos queda vivir como mortales atados a un hilo cuya longitud depende de la decisión del destino. Y no volver a preguntarnos por la salida.
Como vemos a la autora le gusta innovar sobre las historias habitualmente transmitidas o rebuscar en tradiciones diferentes del mito. Así, en la carta de Demofoonte a Filis retoma una versión poco conocida del abandono de Ariadna. El barco de Teseo no llega a Naxos, sino a Chipre, arrastrado por una tempestad, y Ariadna, enferma y embarazada, se queda allí al cuidado de las mujeres de la isla. Cuando Teseo regresa a por ella ha fallecido en el parto.

Ariadna en Naxos. Evelyn De Morgan. 1877

En el caso de Eneas la innovación es todavía más audaz. El héroe troyano menciona una carta que ha recibido de Dido, la heroida VII de Ovidio, y que no tiene intención de abrir, porque su misiva está dirigida a Ana, la hermana de Dido. Es de ella de quien está enamorado y le exhorta a partir con él hacia Italia:
No tengo para Dido palabras de alivio ni tampoco de esperanza. Sólo piedad. Para ti, Ana, tengo los mismos deseos que en cada una de nuestras noches has escuchado. No pierdas tiempo. Sígueme.
En la misma línea se sitúa la carta de Odiseo a Helena, en la que, desencantado por la vida que ha llevado desde su regreso, recuerda su pasado con nostalgia:
Soy Nadie, soy casi Cualquiera, soy Todos aguardando en una isla que durante demasiados años confundí con el hogar definitivo.
En general los remitentes de estas cartas no se muestran caprichosos o insensibles, como podría deducirse de algunos argumentos expresados por las heroínas ovidianas. Graciela Rodríguez nos presenta la otra cara de la moneda, humanizando a estas grandes figuras de la mitología, revelando su hartazgo por una vida que no han elegido, agobiados por el peso del destino, por el lado más amargo del heroísmo. Resuenan en nuestros oídos las palabras que Orestes dirige a Hermíone: sufrimos el castigo de ser hijos de nuestros padres; o las que Aquiles escribe a Deidamía desde Troya: la vida del más sencillo de los labriegos es preferible a la del rey de todos estos muertos cargados de gloria que cubren los campos hasta donde alcanza la vista.

El libro se cierra con un epílogo firmado por un amigo de Ovidio Nasón, el profesor Vicente Cristóbal, buen conocedor y traductor de la obra del poeta de Sulmona. La autora ha sido alumna de sus clases de Tradición Clásica en la Universidad Complutense de Madrid y estas Cartas de los hombres son un magnífico ejemplo de la vigencia de esa tradición, que no es mero estudio anticuario del pasado, sino diálogo fructífero que sigue sirviendo como fuente de inspiración inagotable en pleno siglo XXI.

Graciela Rodríguez Alonso