Casandra es una niña griega de buena familia. Tiene institutrices inglesas y reside en un barrio distinguido de Atenas, junto al palacio real. Observa el mundo de los adultos con mirada infantil, un tanto ingenua.
En el palacio viven el rey, la reina y el resto de la familia. En la puerta grande, para cuidarlos, tienen niñeros con faldas blancas y gorritos arrugados de color rojo. Por todos los alrededores, unos policías relucientes vigilan los muros para que no se escapen ni el rey, ni la reina ni sus hijos. De todas formas a ellos les da exactamente igual, porque tienen un jardín enorme para jugar.
Casandra vive con sus abuelos, miembros de la alta burguesía, que se relacionan con generales, embajadores y poetas. La abuela Safo ejerce de matriarca y su fuerte personalidad eclipsa la de los demás.
Yo no sé de qué barriga he salido. Puede que naciera de la abuela. La abuela ha parido a toda la gente de la casa. Creo que parió incluso al general y, cuando a veces la llamo "papá", le sale hasta bigote debajo de la nariz.
A Casandra todo le parece un juego: la afición a la bebida de la tía Patra, o las tendencias depresivas del tío Jarílaos.
Fui con la abuela a visitar a la tía Patra, que estaba en el hospital. Según entendí, bebía mucho de un jugo amarillo que quemaba. Nosotros también teníamos en el salón, en unas botellas.
Un día el tío Jarílaos desapareció. Lo estuvieron buscando mucho tiempo, hasta que lo encontraron en Batis, en la arena, debajo del mar. Tenía una piedra atada al cuello con un cordel para que no se le perdiera.
Su madre vive en París y la niña pasa temporadas con ella. La figura del padre ausente aparece solo cuando lo onírico y lo imaginario predominan en los recuerdos de Casandra. La cocinera Faní y el camaleónico criado Petros ejercen una influencia especial sobre ella, al descubrirle un mundo opuesto al de la rígida moral de la clase acomodada.
Lo que podría parecer un cuento infantil, por el estilo y la voz narrativa, es en realidad una mirada demoledora sobre la sociedad griega de los años setenta, sobre la infancia, la educación, la injusticia social o los abusos sexuales. Casandra y el Lobo (Η Κασσάνδρα και ο Λύκος) es un libro desconcertante, de fronteras difusas, en el que se confunden lo real y lo imaginario, el sueño y la vigilia, lo lúdico y lo trágico, la demencia y la cordura, el bien y el mal. El contraste entre la sinceridad e inocencia con la que la protagonista presenta sus vivencias y la crudeza de lo que cuenta hacen que el lector se revuelva incómodo en la butaca. Es una sensación parecida a la que experimenté hace unos años al ver en el cine la película Canino de Yorgos Lanthimos. La pequeña Casandra pone en cuestión nuestras certezas de adultos, nos muestra en el espejo a nuestros propios monstruos, nos hace dudar de si el lobo del cuento merece nuestro miedo o nuestra compasión.
Corría a su cuarto con el libro bajo el brazo y se lo tendía con ternura.
El primer dibujo era un lobo que abría la boca y se tragaba siete jugosos cerditos.
Me daba lástima por él. ¿Cómo podía tragarse tantos a la vez? Siempre se lo decía y se lo preguntaba. Entonces él me metía su mano velluda en las braguitas blancas y me tocaba. Yo no sentía nada aparte de calor. El dedo iba y venía y yo miraba al lobo. Jadeaba y sudaba. No me molestaba mucho, la verdad.
Ahora, cuando me acarician, siempre pienso en el lobo y siento lástima por él.
Portada de la edición inglesa de la obra |
Margarita Karapanou |