La democracia surgió del alma de los griegos, que desde Homero y Hesíodo habían comprendido que la vida de cada ser humano es única y más valiosa que cualquier tesoro o cualquier ambición. Surgió de su afán por defender lo inherente al hombre, de su incesante búsqueda de lo universal, y del convencimiento de que la idea de justicia y el impulso de la voluntad habitan por naturaleza en cada uno de los seres humanos. La democracia surgió de una búsqueda a tientas de algo sin precedentes, surgió de un arduo proceso de toma de conciencia, de conciliación y de renuncia, anterior y ajeno a las victorias sobre los persas. Y el logro fue enorme: nunca la opinión de un hombre común tuvo tanto peso político.
Leandro es un hombre común, un ateniense que la víspera de la batalla de Maratón vuelve de hacer su guardia. Quedan dos horas para el amanecer de una jornada decisiva en la que la joven democracia pondrá a prueba su fortaleza. En torno a las hogueras del campamento los soldados descansan. Uno de ellos despierta sobresaltado por una pesadilla. Se inicia una conversación sobre el significado de las visiones enviadas por los dioses. Leandro empieza a contar su historia.
Leandro es un personaje de ficción cuya vida corre en paralelo al intrincado proceso por el que los atenienses, a finales del siglo VI a. C., inventaron algo nuevo: la ciudadanía.
Hasta aquel momento el hombre no había sido nunca ciudadano. Existían en el mundo culturas piramidales, de poder concentrado en un rey-dios o repartido entre una casta, pero no culturas de ciudadanía. La ciudadanía nació en este lugar, con aquellos que, por vez primera, se reconocieron mutuamente como partícipes de un "poder indefinido", de una ἀόριστος ἀρχή que emana de la esencia política de la propia sociedad, que está siempre vigente en el conjunto de sus miembros, y de la que cada uno de ellos es legítimo portador activo cuando se pronuncia en la asamblea o en los tribunales. Fue así, con este pacto consciente, como nació la democracia.
La apacible vida de Leandro toma un rumbo inesperado cuando con dieciséis años se despide de su padre y emprende un viaje para cerrar un trato comercial en el Quersoneso.
Su regreso a Atenas coincide con la fiesta de las Panateneas, en la que Hiparco, uno de los tiranos, va a ser asesinado. A partir de entonces se desencadenan los acontecimientos y ya nada volverá a ser igual.
El relato de Leandro va captando el interés de los soldados acampados, que se arremolinan alrededor del fuego, entre ellos una pareja singular, el fornido Cinégiro y su hermano, que con el tiempo será uno de los poetas trágicos de Atenas.
Leandro prosigue con su historia y rememora su estancia en Delfos, donde acude después de salir huyendo de la convulsa Atenas. En el santuario de Apolo es testigo de oscuras intrigas y conoce a un personaje controvertido y a la vez decisivo para la historia de la democracia: Clístenes.
Por los recuerdos de Leandro van desfilando las grandes figuras de la historia ateniense. Como el sabio, poeta y legislador Solón, con el que arranca el lento camino hacia la democracia.
En los días de Solón, el proceso que con el tiempo acabaría conduciendo a la democracia se puso en marcha a raíz de una desigualdad económica que generaba una injusticia social. El poeta intentó crear un sistema para que los ricos no pudieran abusar de los pobres, intentó desvincular el poder de la riqueza y vincular la soberanía al individuo; intentó corregir la desigualdad económica avanzando hacia la igualdad política; e intentó, sobre todo, que la libertad dejara de estar supeditada a la posesión de recursos.
El tirano Pisístrato no es presentado con rasgos muy negativos, pero sus hijos Hipias e Hiparco, el reaccionario Iságoras y su aliado, el rey espartano Cleómenes son personajes grotescos, cercanos a la caricatura.
También los dioses tienen su papel en la historia. Atenea se aparece en sueños a Leandro en varias ocasiones para darle consejo y mostrarle el camino. Apolo y Dioniso, razón y frenesí, son dos polos opuestos y complementarios, los motores del cambio que se opera para instaurar la democracia.
Pero a partir del impulso de los dioses el mérito de construir el estado democrático es de los hombres.
El Estado nació como una organización orientada a defender el interés común y los derechos individuales frente a los intereses particulares y la arbitrariedad de las familias poderosas y de sus instrumentos de dominio. Es decir, desde el primer paso, el Estado comenzó a construirse como un Todos frente a un Ellos.
Clístenes (...), con su reforma, creó una nueva sociedad sobre la cual era posible imaginar que llegase a arraigar la igualdad política. Fue un triunfo declarado de la igualdad sobre la identidad. (...) La identidad era una herencia involuntaria, determinante y, a menudo, excluyente; la igualdad, en cambio, era una conquista, y sólo sobre ella podría construirse la ciudadanía.
Desde dos aproximaciones muy diferentes, los dos libros de los que están tomadas las imágenes y las citas de esta entrada nos hacen reflexionar sobre el significado y vigencia de la antigua democracia ateniense. El primero es una novela gráfica, publicada por
Alianza editorial con dibujos de Alecos Papadatos y color de Annie Di Donna, el mismo equipo responsable de
Logicomix. El guión es del propio Papadatos en colaboración con Abraham Kawa.
El segundo es un cautivador ensayo de
Pedro Olalla, quien sabe hacer hablar como nadie a las ruinas y los paisajes de Grecia. En
Grecia en el aire (Acantilado 2015) nos ofrece un recorrido físico e intelectual por los lugares de Atenas en los que se forjó la democracia, un paseo que arranca en la colina de las Ninfas y en la Pnyx, se detiene sobre todo en el ágora y se prolonga por el Cerámico hasta la Academia. Pero no se trata tan sólo de un itinerario arqueológico y un documentado estudio sobre la democracia antigua. En unos días en los que muchos dan lecciones de democracia, atribuyéndose la etiqueta de
demócratas de un modo excluyente, el libro de Pedro Olalla va más allá, acude a los orígenes e intenta sacudir las conciencias reflexionando sobre la distancia que nos separa de los antiguos atenienses y lo lejos que estamos de alcanzar sus logros.
Veintiséis siglos después, no sólo no ha sido erradicada la esclavitud por deudas, sino que el objetivo único de los poderes que ahora nos gobiernan no parece ser otro que ese: esclavizar de facto a la humanidad a través de la deuda.
El paseo prosigue por el ágora levantada en tiempo de los romanos, cuyo concepto de ciudadanía, diferente al de los griegos, está en la base de los estados actuales.
La ciudadanía griega fue para quien la tuvo una exigente prerrogativa de acción, de implicación y de responsabilidad política; la ciudadanía romana, en cambio, fue para la mayoría de quienes la ostentaron una mera salvaguarda de garantías jurídicas sin derecho a la participación real en la política. Desde entonces somos más ciudadanos romanos que griegos, y las "democracias" que ha habido hasta hoy en día descienden mucho más de la sangre del republicanismo romano que de aquel denodado proyecto ateniense cuyo nombre -atrevámonos a decirlo- se permiten seguir usurpando.
El destino final es la plaza de Sintagma, donde se levanta el Parlamento griego, el antiguo palacio real ante el que se congregó el pueblo en 1843 para arrancar del rey Otón el compromiso de una Constitución. La misma plaza en la que se alza el ciprés junto al que se suicidó el farmaceútico Dimitris Christoulas, el epicentro de las protestas de los últimos años en contra de memoranda, decretos y recortes, un lugar apropiado para evocar el recuerdo de Antígona.
Antígona nos descubrió algo tan sorprendente y tan rotundo como que la democracia necesita para su supervivencia de la desobediencia civil. Siempre que concibamos la democracia como una creación en desarrollo y no como un hecho consumado, tenemos que aceptar el potencial de esa desobediencia como alerta contra el conformismo, como cuestionamiento permanente de legitimidad, y, más aún, como lícito recurso colectivo para atajar la nefasta tendencia política a que la ética sea sustituida por el derecho. (...) Esa desobediencia se convierte en alarma y en llamada al diálogo para buscar nuevo consenso sobre la legitimidad moral de la ley; se revela como fuerza vivificadora que hace avanzar la democracia; y, lejos de erigirse en su enemiga, se erige lealmente en su conciencia.
En Sintagma culmina este recorrido por el espacio y el tiempo, esta invitación a la acción, a aceptar la herencia y el desafío de la antigua democracia ateniense, a asumir que no se puede construir un mundo diferente sobre una sociedad indiferente.