DIDASKALOS

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lunes, 27 de mayo de 2019

Tras las huellas del mito y la historia (II): Heracles y las Termópilas

  ὦ ξεῖν', ἀγγέλλειν Λακεδαιμονίοις ὅτι τῇδε
κείμεθα τοῖς κείνων ῥήμασι πειθόμενοι.

 Extranjero, anuncia a los lacedemonios que aquí
yacemos por obedecer sus órdenes.

Simónides de Ceos

Calcis, o Chalkida, es una ciudad moderna y cosmopolita. Está estratégicamente situada en el punto más estrecho del Euripo, el canal que separa Eubea, la segunda isla más grande de Grecia, del continente. Son apenas cuarenta metros salvados por un puente, en el que el tránsito de coches y peatones es continuo. En cierto sentido Eubea es una isla que ha dejado de serlo por obra de este puente, igual que el Peloponeso ha dejado de ser una península desde que existe el canal de Corinto. Paradojas de la caprichosa geografía de Grecia. Un animado paseo marítimo, lleno de bares, hoteles y restaurantes, sigue la línea de costa y conforma la vista más caracterísitica de la ciudad. Llegamos a Calcis al atardecer. El día, que había amanecido radiante, se ha ido cubriendo de nubes. Al fondo se distingue la cumbre nevada del Dirfis, la montaña más alta de Eubea.

Vista de Calcis desde el puente que la une al continente.

Se produce aquí un curioso fenómeno que ya llamó la atención de los antiguos. Una corriente de agua, que puede alcanzar los once nudos, fluye constantemente por el estrecho, pero cada seis horas el flujo se detiene y cambia lentamente de dirección. Por efecto de las mareas, las dos grandes masas de agua encerradas en el golfo norte y el golfo sur de Eubea intercambian parte de su caudal, como si se de una gigantesca clepsidra se tratara. Por la noche, en los momentos de encalmada, el puente se abre para permitir el paso de veleros y barcos pequeños, y Eubea vuelve a ser una isla. Hasta aquí suele venir el equipo griego de piragüismo en aguas bravas para entrenar aprovechando la fuerza de la corriente. El cielo se ha ido cubriendo cada vez más y ha empezado a chispear. El paseo ha quedado vacío de viandantes. Desde la terraza de nuestro hotel se divisa el puente y la corriente del Euripo.

La corriente del Euripo y el puente de Calcis bajo la lluvia.

A pesar de su aspecto moderno Calcis es una ciudad con una larga historia. Por su posición privilegiada fue, junto con Eretria, la polis más importante de Eubea en la Antigüedad. En los siglos VIII y VII a.C. destacó como una de las grandes impulsoras del proceso de colonización. En el norte del Egeo la península Calcídica tomó su nombre de las colonias fundadas por ciudadanos de Calcis. La colonia griega más antigua de Italia, Cumas, fue también una fundación calcidia, al igual que Regio, en el estrecho de Mesina, o Zancle y Tauromenio, en Sicilia. Desde este pequeño rincón del Egeo los habitantes de Calcis se extendieron por todo el Mediterráneo, en busca de nuevas tierras y de nuevos mercados, pero llevando consigo su lengua, sus tradiciones y su cultura. Se podría afirmar que las letras que aparecen en esta pantalla proceden en última instancia de Calcis, ya que fue la variante del alfabeto griego utilizada en Cumas la que adoptaron, primero los etruscos y luego los latinos, para transcribir su propia lengua.
Pero Calcis, además de tierra de emigración, ha sido también tierra de acogida. Su vecino más ilustre fue Aristóteles. Tras la muerte de Alejandro Magno, abandonó Atenas por temor a los sentimientos antimacedonios que se despertaron en la ciudad y se retiró a Calcis. Haciendo alusión a la condena de Sócrates dijo que se marchaba para evitar que los atenienses cometieran un nuevo atentado contra la filosofía. Una cabeza del filósofo sobre una columna jónica recibe al visitante nada más cruzar el puente que une la ciudad con el continente. Otro busto en bronce delante del ayuntamiento recuerda que Aristóteles murió aquí en el año 322 a.C.



A la mañana siguiente Calcis nos despide con un fuerte aguacero. Parece que el tiempo no nos va a acompañar en esta jornada. Cruzamos el puente y conducimos en dirección noroeste bordeando el golfo norte de Eubea. La isla se va alejando para volver a acercarse al continente en uno de sus extremos. Entre las nubes y la lluvia se distingue el monte Ceneo, en cuya cumbre Heracles habría ofrecido un sacrificio a Zeus en agradecimiento por haber conquistado la ciudad eubea de Ecalia. Antes había enviado a Traquis, en el continente, donde le esperaba su esposa Deyanira, parte del botín y prisioneros de guerra. Entre ellos se encontraba la hermosa Yole, la hija del rey, de la que se había encaprichado Heracles. Deyanira, herida por los celos, le envía a su esposo una túnica impregnada en la sangre del centauro Neso. Tiempo atrás, antes de morir por las flechas de Heracles, el centauro le había aconsejado a Deyanira que guardara un poco de su sangre, porque le podría servir como filtro de amor en el caso de que su esposo dejara de quererla. En realidad la sangre de Neso es un poderoso veneno que actúa como el fuego si se expone al calor o a los rayos del sol. El heraldo Licas es el encargado de llevarle a Heracles la túnica envenenada. Ataviado con ella, el héroe se dispone a oficiar el solemne sacrificio. Cuando el calor del altar se transmite a la túnica unos terribles dolores se apoderan de Heracles. Enfurecido con su heraldo, que le ha traído el funesto regalo, lo agarra de un pie y lo arroja desde lo alto del monte. Los restos de su cuerpo esparcidos en el mar forman las islas Licades, esos pequeños islotes en el extremo de Eubea que contemplamos ahora por la ventanilla del coche.
Unos kilómetros más adelante un indicador de la autopista nos anuncia el desvío a las Termópilas, el escenario de uno de los episodios más glosados de la historia de Grecia. El paisaje ha cambiado notablemente desde la Antigüedad. Los sedimentos del río Esperqueo han rellenado el golfo Maliaco y han modificado la línea de costa. El terreno por el que transitamos era mar en el siglo V a.C. Junto a la carretera antigua se levanta el monumento a Leónidas erigido a mediados del siglo XX.

 


Parece que el tiempo nos concede una tregua. Después de tanta lluvia apenas chispea. Bajamos del coche y nos recreamos en el paisaje. Estas escarpadas laderas cubiertas de vegetación se levantaban a escasos metros de la costa en el año 480 a.C. Era el lugar ideal para que los griegos pudieran bloquear el avance del inmenso ejército persa que Jerjes hacía marchar desde el norte. Si el traidor Efialtes no hubiera revelado a los persas un paso entre las montañas quizás el curso de la guerra habría sido diferente.


El caso es que Leónidas, a pesar de que sabía que la victoria era imposible, decidió quedarse con sus trescientos espartanos y ganarse así la gloria de los siglos venideros. Para ser justos hay que recordar que junto a ellos cayeron los novecientos ilotas que les servían de escuderos. También se quedaron bajo coacción cuatrocientos tebanos que, según cuenta Heródoto, se pasaron a los persas en cuanto tuvieron ocasión. Pero quizás los más olvidados de toda esta historia sean los setecientos hoplitas de la ciudad beocia de Tespias, capitaneados por Demófilo, que decidieron luchar hasta el final junto a los espartanos. Su sacrificio es aún mayor si tenemos en cuenta que estos setecientos soldados constituían la práctica totalidad de las fuerzas de la ciudad. Desde los años noventa un pequeño monumento situado junto al de Leónidas corrige este olvido histórico.



Paro el enclave más emotivo relacionado con la batalla no son estos monumentos modernos, un tanto grandilocuentes. Hay que cruzar al otro lado de la vieja carretera y ascender una pequeña colina que casi pasa desapercibida. Aquí es donde se retiraron los griegos en la última fase de la contienda. Los arqueólogos han encontrado gran cantidad de puntas de flechas, esas que no dejaban ver el sol a los combatientes. En la cumbre se levantó en su día un león de piedra en honor a Leónidas, del que no queda ningún resto. Actualmente una modesta placa de piedra rojiza reproduce el célebre epigrama de Simónides de Ceos en recuerdo de los espartanos caídos. El lugar tiene algo de mágico. Por mucho que sepamos que la literatura y la tradición han adornado y engrandecido la significación de la batalla, en lo alto de esta pequeña colina, rodeados por este paisaje de mar y montañas, ante este sencillo monumento, un pequeño escalofrío nos recorre la espalda.




En el siglo I el filósofo y místico Apolonio de Tiana visitó las Termópilas. Se cuenta que sus acompañantes, viendo las cumbres de alrededor, se pusieron a discutir sobre cuál sería la montaña más alta de Grecia. Entonces Apolonio ascendió a esta colina para afirmar que era la montaña más elevada, porque los que habían muerto aquí luchando por la libertad habían hecho que su altura sobrepasara la cumbre del Eta y la de muchos Olimpos.
Descendemos de nuevo hacia la carretera y nos acercamos a un curso de agua humeante que discurre por la base de las montañas. Se trata de los manantiales de aguas termales sulfurosas que dan nombre al lugar: Termópilas significa en griego puertas calientes. La humedad y el frescor que ha dejado la lluvia en el ambiente hace que el vapor resulte todavía más visible. Es momento de aparcar un momento la historia para volver a la mitología. Habíamos dejado hace unos párrafos al pobre Heracles retorciéndose de dolor en el monte Ceneo de Eubea. Su hijo Hilas se encarga de transportarlo en parihuelas hasta Traquis, en el continente, donde Deyanira, desesperada por haber provocado sin quererlo el sufrimiento de su esposo, se ha quitado ya la vida. Antes de llegar pasan junto a unos manantiales de agua fresca que surgen del corazón de las montañas. Heracles se sumerge en ellos intentando calmar el fuego que le consume, pero lo único que consigue es contagiar su calor a las aguas, que desde entonces siguen desprendiendo vapor. Hoy algunos bañistas intentan aprovechar sus cualidades curativas.



Al ascender por el curso del torrente hasta la fuente última del manantial pasamos junto a una zona ajardinada y unos edificios de apartamentos, situados a escasos metros de las aguas termales. Unos niños juegan al balón, se ven algunos hombres de rasgos árabes y la discreta presencia de un coche de policía. En los balcones de obra de los edificios se observan unos ingeniosos añadidos, construidos con madera y lonas para ganar más espacio. Da la impresión de que estos antiguos apartamentos han sido ocupados por nuevos inquilinos que apenas caben en ellos. Nuestras dudas se despejan cuando seguimos avanzando y nos encontramos unos grandes contenedores con el logotipo de ACNUR, la agencia de las Naciones Unidas para los refugiados. Se trata de un asentamiento de desplazados sirios, refugiados que se han quedado desde hace unos años varados en mitad de ninguna parte, poniendo a prueba la capacidad de acogida de una Grecia en crisis, y sacándole los colores a una Europa siempre dispuesta a exigir que se pague la deuda, pero remisa a la hora de hacer cumplir sus propios compromisos. Un nuevo escalofrío nos recorre la espalda al ver ante nosotros, aquí en las Termópilas, el verdadero rostro de la guerra, al darnos cuenta de quiénes son los auténticos héroes de la historia. No son los reyes, los generales o los soldados, entrenados para matar o morir, por muy altos que sean los ideales que los mueven. Son estos hombres, mujeres y niños  que han visto cómo su mundo se derrumbaba, que han tenido que abandonarlo todo para buscar una nueva oportunidad lejos de su tierra. El verdadero heroísmo no se demuestra en el campo de batalla, reside en la capacidad de las víctimas de cualquier guerra, de cualquier violencia, para levantarse y empezar de nuevo. Nos acordamos ahora de las compasivas palabras de Deyanira en Las Traquinias de Sófocles cuando contempla a las cautivas enviadas a Traquis como botín de guerra.

 ἐμοὶ γὰρ οἶκτος δεινὸς εἰσέβη, φίλαι,
ταύτας ὁρώσῃ δυσπότμους ἐπὶ ξένης
χώρας ἀοίκους ἀπάτοράς τ' ἀλωμένας,
αἳ πρὶν μὲν ἦσαν ἐξ ἐλευθέρων ἴσως
ἀνδρῶν, τανῦν δὲ δοῦλον ἴσχουσιν βίον.
ὦ Ζεῦ τροπαῖε, μή ποτ' εἰσίδοιμί σε
πρὸς τοῦμὸν οὕτω σπέρμα χωρήσαντά ποι,
μηδ', εἴ τι δράσεις, τῆσδέ γε ζώσης ἔτι.

 Una terrible compasión me ha entrado, amigas,
al ver a estas desdichadas en tierra
extraña vagando, sin casa, sin padres,
las que antes de hombres libres quizás
provenían, y ahora llevan una vida servil.
¡Zeus de las derrotas, que nunca te vea
marchando así contra mi descendencia,
y si lo haces, que al menos yo ya no viva!

Sófocles, Las Traquinias, 298-305 

domingo, 19 de mayo de 2019

Tras las huellas del mito y la historia (I): Ifigenia y Maratón

σὲ δ' ἀμφὶ σεμνάς, Ἰφιγένεια, κλίμακας
Βραυρωνίας δεῖ τῇδε κλῃδουχεῖν θεᾷ·
οὗ καὶ τεθάψῃ κατθανοῦσα, καὶ πέπλων
ἄγαλμά σοι θήσουσιν εὐπήνους ὑφάς,
ἃς ἂν γυναῖκες ἐν τόκοις ψυχορραγεῖς
λίπωσ' ἐν οἴκοις.

Y tú, Ifigenia, en las sagradas escaleras
Brauronias debes servir a la diosa;
allí además serás enterrada al morir, y como ofrenda
te dedicarán las sutiles telas de los vestidos
que dejen en casa las mujeres 
que exhalen su alma en el parto.

Eurípides, Ifigenia entre los tauros, 1462-1467

Olimpo, Parnaso, Pelión, Peneo, Aqueronte, Tebas, Maratón, Salamina... En ningún sitio como en Grecia los nombres de las montañas, los ríos, las islas o las ciudades están tan cargados de significado. Echando un vistazo a un mapa de Grecia, o transitando por sus carreteras nos salen al paso topónimos familiares, que nos evocan leyendas mitológicas o nos recuerdan episodios de nuestros viejos libros de historia. Cuando uno recorre Grecia es difícil resistirse a la tentación de detenerse en esos lugares. Los ríos, las montañas, los paisajes siguen siendo esencialmente los mismos que contemplaron gloriosas hazañas, o en los que se ambientaron los antiguos mitos. Puede que algunas localidades hayan perdido su pasada grandeza, que se hayan convertido en anodinas ciudades modernas, rodeadas de fábricas y polígonos industriales, que no conserven apenas vestigios de la Antigüedad. Pero aun así siguen ejerciendo un magnetismo especial, asociado al poder evocador de su nombre. Hay que reconocer que los antiguos griegos fueron espléndidos propagandistas de su tierra y su pasado. Todos los pueblos tienen leyendas relacionadas con su geografía o su devenir histórico, pero ninguno ha elaborado en torno a ellas una mitología y una literatura tan ricas.
Desde hace algún tiempo intento acudir cada dos o tres años a mi cita primaveral con Grecia, coincidiendo con las vacaciones de Semana Santa. Siempre tengo un itinerario en la cabeza, pero para cerrar el recorrido me sirven de inestimable ayuda dos recursos: el primero es ΟΔΥΣΣΕΥΣ, una página del ministerio de cultura griego que incluye un mapa cultural de Grecia, en el que están señalados todos los monumentos, museos y sitios arqueológicos del país; el otro es el Atlas mitológico de Grecia de Pedro Olalla, una obra de consulta fundamental sobre la geografía mítica de Grecia.
Mi viaje de este año comenzó en Artémida, una localidad costera cercana al aeropuerto de Atenas. Su nombre no es casual, ya que esta zona del litoral del Ática estuvo en la Antigüedad estrechamente vinculada a Ártemis, la diosa de la caza, hermana de Apolo. A un par de kilómetros se encuentra Braurón, el principal santuario consagrado a la diosa por los atenienses. Según la leyenda en este lugar se veneraba la imagen de Ártemis que Ifigenia y Orestes habían traído desde Táuride, la actual Crimea. Como cuenta Eurípides en Ifigenia entre los tauros, Orestes rescató a su hermana, obligada a ejercer como sacerdotisa en tan remoto lugar, y juntos regresaron a Grecia, después de sustraer la estatua de la diosa.
El santuario se sitúa al abrigo de un promontorio rocoso, en una zona pantanosa junto a la desembocadura de un arroyo. Del antiguo templo de Ártemis solo quedan los cimientos, pero se ha reconstruido parte del pórtico dórico que rodeaba el gran patio central. Somos los únicos visitantes en esta mañana luminosa, las abundantes lluvias del invierno han cubierto de verdor todo el paraje, que tiene un encanto especial.



 Vista del santuario desde los cimientos del templo de Ártemis

En torno al patio central hay una serie de habitaciones con lechos adosados a las paredes. Aquí es donde vivían los oseznos, niños de entre cinco y diez años que habían sido entregados al servicio de la diosa, en agradecimiento por la ayuda recibida durante el parto. Hay que recordar que Ártemis, además de diosa de la caza, era también la protectora de los nacimientos. En el museo que hay junto al yacimiento se pueden contemplar un buen número de estatuas sonrientes de estos pequeños servidores de la diosa.



Para acceder a la entrada principal del santuario el camino que viene de Atenas debía sortear un arroyo, no muy profundo, pero con caudal constante. Para ello se construyó un curioso puente de piedra en el que todavía se pueden apreciar las huellas de los carros que traían a los peregrinos de todas partes del Ática. Cerca de él una pequeña ermita dedicada a San Jorge sigue manteniendo el carácter religioso del lugar. Antes de abandonar el yacimiento nos asomamos a unas pequeñas cavidades en el promontorio rocoso, donde supuestamente se hallaba la tumba de Ifigenia, la hija de Agamenón, que habría permanecido hasta su muerte en Braurón, consagrada al culto de Ártemis.


Tumba de Ifigenia

Tomamos el coche hacia el norte para dirigirnos a la llanura de Maratón, donde tuvo lugar la célebre batalla del 490 a.C. y donde mucho antes Teseo dio muerte al toro que asolaba la región. La carretera atraviesa varias localidades de la costa este del Ática, situadas entre montañas cubiertas de pinares y el mar. De repente el paisaje cambia y presenta un aspecto desolador: las laderas aparecen calcinadas, se distinguen aquí y allá los esqueletos de viviendas carbonizadas. Ahora comprendemos el origen de los enormes apilamientos de madera oscura que habíamos visto unos kilómetros atrás. Nos encontramos en Mati, donde hace apenas unos meses se produjo el terrible incendio que se cobró más de noventa víctimas, atrapadas por las llamas entre la montaña y el mar.
Conmocionados todavía por la magnitud del desastre llegamos a Maratón, un lugar en el que se mantiene vivo el eco de la historia. Nuestro primer destino es el túmulo donde los atenienses enterraron con todos los honores a sus 192 hoplitas caídos en la batalla contra los persas. En mitad de un olivar se levanta el imponente montículo, cubierto de hierbas y flores en este principio de la primavera ateniense. Rodeamos en casi total soledad este sencillo monumento, cargado de significado, que ha resistido el paso del tiempo. A la salida, en el aparcamiento, nos despide una moderna estatua de Milcíades, el general que guio a los atenienses hasta la victoria.




Cogemos de nuevo el coche y nos dirigimos al museo arqueológico, un pequeño edificio situado más al interior, donde la llanura limita ya con las montañas. En sus proximidades se halla otro túmulo más modesto que albergaba los restos de los plateenses caídos en la batalla de Maratón. La ciudad beocia de Platea, tradicional aliada de los atenienses, fue la única que les prestó ayuda en un momento tan crítico. Según cuenta Heródoto, el esforzado heraldo Fidípides había cubierto a pie en tan solo dos días la distancia entre Atenas y Esparta para solicitar la ayuda de los lacedemonios, pero éstos, retenidos en el Peloponeso por un escrúpulo religioso que les impedía salir en campaña antes de la luna llena, llegaron al Ática demasiado tarde, cuando la batalla ya se había decidido.


Túmulo de los plateenses

En el pequeño museo de Maratón, entre otros restos arqueológicos hallados en la zona, destaca la sala dedicada a la batalla, donde se conserva el capitel y dos tambores del trofeo erigido por los atenienses en recuerdo de la victoria. Se trata de una monumental columna jónica que debió estar coronada por una Nike. A unos kilómetros del museo, hacia el este, se puede contemplar, en el emplazamiento original del trofeo, una réplica moderna del monumento.



Abandonamos la llanura de Maratón y la tierra del Ática para dirigirnos a nuestro próximo destino, ya en la región de Beocia, donde el litoral de la isla de Eubea se va aproximando hasta casi juntarse con el continente. Allí se encuentra la bahía de Áulide en la que, según la leyenda, se congregó la flota griega capitaneada por Agamenón, antes de emprender la travesía hasta Troya. Hoy en día el paraje está dominado por una fábrica de cemento abandonada, un puente colgante, astilleros y zonas industriales. Gracias a la fuerza evocadora de la literatura podemos imaginar aquí a las más de mil naves que Homero menciona en su catálogo, esperando los vientos favorables que las lleven a Troya.



Es en esta costa donde se habría establecido el campamento de los aqueos, cada vez más impacientes por la larga espera. Aquí Agamenón se habría tenido que enfrentar al terrible dilema planteado por las palabras del adivino Calcante: elegir entre su deber como padre o su compromiso como caudillo de los griegos. Si quería conseguir vientos propicios para la flota debía sacrificar a su hija Ifigenia en el altar de la diosa Ártemis. Al final se impuso el comandante al padre e hizo venir a su hija desde Micenas con el pretexto de una boda con Aquiles, el mejor partido entre los guerreros griegos. Pero en Áulide le esperaba a Ifigenia un destino bien diferente. Aun hoy quedan junto a la vía del tren y la autopista algunos restos del santuario de Ártemis. Aquí, justo en el instante en el que iba a recibir el golpe fatal, se produjo un portento: la diosa se compadeció de la joven, la sustrajo a las miradas de todos y se la llevó hasta la lejana Táuride. Su lugar en el altar lo ocupó un ciervo, víctima propiciatoria para la expedición a Troya. El resto de la historia de Ifigenia ya lo conocemos.

Ruinas de Áulide

Muy cerca de Áulide se encuentra  la ciudad eubea de Calcis. De allí procedían las mujeres que forman el coro de la tragedia de Eurípides Ifigenia en Áulide. Han cruzado el Euripo, el estrecho canal que separa Eubea del continente, para contemplar las naves y el campamento de los aqueos. Nosotros hacemos el camino en sentido inverso. Chalkida, nombre actual de Calcis, es un buen sitio para pasar la noche después de un día tan intenso.

 ἔμολον ἀμφὶ παρακτίαν
ψάμαθον Αὐλίδος ἐναλίας
Εὐρίπου διὰ χευμάτων
κέλσασα στενοπόρθμων,
Χαλκίδα πόλιν ἐμάν προλιποῦσ'

 He llegado a la arena
costera de la marina Áulide
arribando por las corrientes
de estrechos pasos del Euripo,
tras abandonar mi ciudad de Calcis.

Eurípides, Ifigenia en Áulide, 164-168.