DIDASKALOS

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viernes, 29 de noviembre de 2019

La inmortalidad de los perros

Hace ya un tiempo que comentamos Cuatro estaciones, un libro de poemas del escritor griego Costas Mavrudís (Tinos, 1948). Anunciábamos entonces la publicación en español de la colección de relatos que hoy nos ocupa, editada por Hoja de Lata con traducción de Ángel Pérez González.


La inmortalidad de los perros (Η αθανασία των σκύλων), que recibió en 2014 el Premio Nacional de Literatura griego en la categoría de Narrativa Breve, se compone de setenta y una microhistorias que rara vez exceden las tres páginas. Algunas son pura ficción, pero en la mayoría la ficción se mezcla con los recuerdos personales. Muchas otras son reflexiones a partir de una anécdota, una cita literaria o una noticia periodística. La literatura y el cine están muy presentes, al igual que la pintura y la fotografía, una obsesión personal del autor, fascinado por esas imágenes congeladas de un pasado huidizo, que él se esfuerza por restituir y fijar en sus obras. Hemos utilizado el término microhistorias porque nos parece el más neutro para abarcar la variedad de enfoques de un libro en el que las fronteras entre relato, ensayo y recuerdos permanecen difusas.

A pesar de la diversidad de las piezas incluidas en el libro, hay algo que tienen en común todas ellas: la aparición, o al menos la mención, de uno o más perros. A veces en un papel central, generalmente como elementos secundarios, en ocasiones pasando inadvertidos, reducidos a una alusión mínima ο marginal. Porque la idea que subyace a toda la obra, planteada ya desde el primer capítulo, es que los perros siempre están ahí, como testigos mudos y casi indiferentes de los asuntos humanos, ya sea en Las Meninas de Velázquez, o en fotografías personales; en películas como Viridiana, o en libros como El Gatopardo; vagando por una excavación arqueológica, o acurrucados en el asiento trasero de un coche; como pretexto para una separación amorosa, o como reclamo publicitario de un conocido sello discográfico.

 La voz de su amo. Francis Barraud

La segunda historia nos da la clave del título del libro. En ella el dueño de Hermes, un setter inglés de quince años, explica su teoría sobre la inmortalidad de los perros:
El perro, muy señor mío, ¡es inmortal! [...] No se mueren más que los que lo saben. [...] Hermes no tiene conciencia, ignora el final, igual que el bosque no sabe nada de la serrería. Dichoso de él. Ha vivido y se muere sin sospechar de su ausencia, sin saber nada del tiempo. De modo que cuando llegue el momento le aplicaré la eutanasia a un ser despreocupado, que es como decir inmortal.
Las historias se van sucediendo sin responder aparentemente a ningún orden preconcebido, aunque algunas parecen agrupadas en bloques. Así encontramos unas cuantas ambientadas en Tinos, la isla natal del autor, otro grupo está protagonizado por ancianos, y en la parte final hay tres relatos narrados por una voz femenina. 

Como bien afirma Vicente Fernández González, autor del prólogo a la edición española y buen conocedor de la obra de Mavrudís por haber traducido dos de sus poemarios, la narración en La inmortalidad de los perros vibra con concisión poética. Igual que un poema está cargado de referencias, evocaciones e imágenes concentradas en unos pocos versos, estas narraciones condensan, en el breve espacio de un par de páginas, reflexiones, recuerdos y ficciones que llevan de un tema a otro, de una situación a otra, de una cita a otra. Mavrudís se nos muestra como una especie de orfebre literario o prestidigitador de las palabras, capaz de convertir cada una de las piezas del libro, cuidadosamente elaborada, en una pequeña joya con varias historias en su interior, que se van desplegando ante la mirada cautivada del lector.

Costas Mavrudís

domingo, 17 de noviembre de 2019

El número 31328



1922. La Anatolia dulcísima como siempre; digna de  un soneto, o algo parecido. Todo era apacible y delicado aquel otoño. El enemigo había llegado a nuestra ciudad, Aivalí. Y en el puerto habían atracado barcos con pabellones americanos. La orden era que la mercancía deteriorada -los  niños y las mujeres- debían embarcar rumbo a Grecia. Pero que los hombres de entre dieciocho y cuarenta y cinco años partirían hacia el interior como esclavos en los batallones de trabajo.
Así comienza El número 31328 (Tο νούμερο 31328), subtitulado El libro del cautiverio (Το βιβλίο της σκλαβιάς), un relato autobiográfico en el que Ilías Venezis da testimonio de su dramática experiencia tras la catástrofe de Asia Menor. Ilías Venezis, seudónimo de Ilías Melos, fue uno de los prosistas más destacados de la llamada generación del 30 y vivió en carne propia las consecuencias de la derrota del ejército griego en 1922. Había nacido en Aivalí en 1904, así que cuando los turcos reconquistan la ciudad tiene dieciocho años y se ve obligado a separarse de su familia.

 Vista del puerto de Aivalí antes de 1922

Al principio intenta esconderse y más tarde escapar sobornando a los centinelas del puerto, pero es apresado y conducido a una cárcel improvisada en el sótano de una vivienda. Durante tres noches angustiosas consigue librarse de las purgas de prisioneros. Entonces comienzan las terribles marchas hacia el interior. Caminan semidesnudos, descalzos, padeciendo hambre y sed. Los que no pueden seguir el ritmo, agotados por el cansancio o  la enfermedad, son rematados por los soldados que los escoltan. Se inicia un rápido proceso de deshumanización. Cada uno solo piensa en aliviar como sea el sufrimiento que atormenta su cuerpo. Estas son sin duda las páginas más duras del libro, en las que el autor presenta con frialdad, casi con indiferencia, las escenas brutales de las que es testigo, como si hubiera perdido la capacidad de sentir compasión por el dolor ajeno.
 Las dos muchachas que se nos unieron en Pérgamo nos dieron un respiro. Andábamos sobre tierra sin cultivar, y a cada rato hacíamos un alto. Los soldados se las turnaban, volvían y comenzábamos de nuevo la marcha. Este aderezo nos venía bien. Podíamos descansar. Sin embargo, de nuevo hacia el mediodía, tuvimos que decir adiós aun compañero que cayó extenuado. Se había hecho sus necesidades encima y apestaba. La enfermedad se había cebado en él. No sé cómo se llamaba. ¿De qué servía saberlo?
A pesar de todo siempre queda un mínimo rescoldo de esperanza, incluso en las situaciones más difíciles. El protagonista y Aryiris, un antiguo compañero de colegio, se apoyan mutuamente para intentar resistir las penalidades. Otro de los prisioneros comparte con ellos los jirones de tela de saco con los que cubre sus pies. Por fin el grupo de Venezis se detiene en una localidad del interior de Anatolia y empieza a ser utilizado como mano de obra esclava. Los trabajos son duros y extenuantes, pero el hecho de librarse del sufrimiento continuo de las marchas hace que los prisioneros recuperen poco a poco su humanidad.
Entre nosotros, entre los veintitrés hombres, en cuanto nos abandonó la agonía de las caminatas, en cuanto tuvimos la certeza de que ya no nos moverían de allí, comenzó a producirse una curiosa efervescencia. Los cuerpos se reponían de su abandono e intentaban retomar una postura frente a la vida. Cada uno hacía por acercarse al otro; olíamos nuestros alientos como animales que husmean. Era un acercamiento lleno de reservas y de miedo, como cuando, por la noche, las fieras salen de sus antros porque tienen hambre, inquietas. De igual modo obrábamos nosotros.
Ilías Venezis en 1925

La población turca se muestra hostil hacia los prisioneros, en represalia por las atrocidades cometidas por el ejército griego durante su retirada de Asia Menor. Pero también se producen gestos benevolentes. Un anciano les lleva restos de tabaco, una mujer les proporciona comida cuando están enfermos, un médico militar toma a su servicio al autor, que consigue así librarse por un tiempo de los trabajos más pesados.

Un día llegan tres nuevos prisioneros procedentes de Esmirna. Tienen en la muñeca una plaquita triangular metálica con un número en caracteres turcos. Venezis y sus compañeros los contemplan con envidia: están registrados con un número en algún lugar. En cambio ellos no figuran en ninguna lista. En cualquier momento pueden ser eliminados sin que nadie los eche de menos. Pasa el tiempo y el autor es trasladado a un nuevo destino en Magnesia, un campamento donde, después de varios meses, tendrá ocasión de lavarse y le afeitarán la cabeza. Allí recibe también con alegría su número personal.

        Nos conducen a una oficina.
        -¿Nombre?
        Se lo decimos. Los apellidos también.
        -Número 31328 -dice el escribano, y me da una placa con el número.
        La aprieto entre mis manos. ¡Qué alegría! ¡Qué alegría!

Portada de la primera edición

Entra a formar parte de un amele taburu, un batallón de trabajo. Al frente de cada pelotón hay un çavus, un vigilante nombrado de entre los griegos que hablan turco. Aprovechándose de su posición privilegiada explotan a sus compatriotas y se comportan con más crueldad que la mayoría de los turcos. Algo parecido ocurrirá años más tarde en los campos de concentración alemanes con los temidos kapos, prisioneros designados por los nazis para estar a cargo de un barracón o un grupo de trabajo.

Los meses pasan, termina el invierno, aparecen las primeras flores, llega el verano y los prisioneros que aún sobreviven van perdiendo la esperanza de la liberación. Por otro lado, el sentimiento de revancha y odio de los turcos hacia ellos se va dulcificando. Los guardianes turcos también anhelan regresar a sus lugares de origen. Empiezan a compadecerse de los prisioneros y a percibir que tienen más cosas en común de lo que parece. Comparten con ellos el deseo de reencontrarse con los suyos y el odio hacia los oficiales y los colaboracionistas griegos, que han organizado una especie de mafia en el campamento.

Los trabajos del estado han terminado y los prisioneros tienen más tiempo para pensar en su situación. Con el ocio sobreviene la desesperación y algunos caen en la locura. A pesar de que ya se ha firmado la paz deben seguir confinados en el campamento. Un grupo de refugiados turcos procedentes de Grecia es alojado en unos barracones, separados del resto por alambre de espinos. Al llegar sienten resentimiento hacia los griegos, les insultan y les tiran piedras, pero acabarán por comprender que todos son víctimas de la guerra. Se establece entre ellos una complicidad especial, comparten la comida que les sobra e incluso los niños turcos pasan la otro lado de la alambrada para jugar con los prisioneros griegos.

Al fin llega la noticia de la partida. La esclavitud ha terminado, pero la alegría no es completa, porque ya no regresarán más a sus hogares en Anatolia. Un barco espera para llevarlos a Grecia. Desde Aivalí, el pueblo de Venezis, tres mil prisioneros habían partido hacia el interior. Solo veintitrés regresarán con vida.

Casa de Ilías Venezis en Aivalí

El relato de Venezis es directo, sobrio, descarnado, como corresponde a una experiencia tan dura vivida a una edad temprana, pero no destila odio ni pretende juzgar. No se trata de una historia de víctimas y verdugos, buenos y malos. A veces son los propios griegos los más despiadados con sus compañeros, y no es extraño que los turcos se muestren compasivos. La crueldad o los buenos sentimientos no son patrimonio ni de unos ni de otros. En demasiadas ocasiones y lugares, antes y después de 1922, el ser humano ha infligido dolor y tormento a sus semejantes. Como señala el autor en el prólogo a la segunda edición, el libro pretende dar testimonio de ese dolor.
En este libro no existe alma, ni hay margen para ningún viaje a lugares metafísicos. Cuando la carne es abrasada como se abrasa aquí, con hierro candente, esta se transmuta en una deidad todopoderosa, acallando cualesquiera otras consideraciones. Se podrá decir que ningún dolor es comparable al dolor moral. Esto lo dicen los sabios y los libros. Sin embargo, si salimos a las calles y preguntamos a los que pueden dar testimonio de esto, a aquellos cuyos cuerpos fueron atormentados mientras la muerte batía sus alas sobre sus cabezas -y es muy fácil encontrarlos, porque nuestra época se ha encargado de llenar el mundo de ellos-, si les preguntas, te dirán que no existe nada, nada más profundo ni más sagrado que un cuerpo que sufre tormento.
Este libro es una ofrenda a ese dolor.
En unos tiempos en los que algunas opciones políticas intentan relativizar el pasado y criminalizar al que es diferente es muy recomendable volver la mirada hacia libros como El número 31328 y a la amplia literatura sobre los campos de concentración y el gulag. Son la mejor prueba de las funestas consecuencias que se derivan del empeño en afirmar la propia identidad alardeando de patrias y banderas, mientras se alientan los odios entre grupos étnicos.

El número 31328 fue publicado en español en 2006 por el Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, con cuidada traducción, introducción y notas de Manuel González Rincón.