Este verano también he leído Tres maneras de volcar un barco, un divertidísimo relato autobiográfico de Chris Stewart sobre sus inicios en el mundo de la navegación. El libro está publicado por la editorial Salamandra y ha sido traducido del inglés por Alicia de Benito Harland.
Para quien no conozca a Chris Stewart diremos que se trata de un personaje cuando menos singular. Nacido en Inglaterra en 1951 ha recorrido el mundo y realizado los más diversos oficios: fue el primer batería del legendario grupo británico Genesis, trabajó en un circo, se especializó en la cría y esquilado de ovejas en Suecia, recorrió China para escribir una guía de viajes, se hizo piloto de aviación en California... Finalmente decidió afincarse en España y comprarse un ruinoso cortijo en las Alpujarras granadinas, donde sigue viviendo hoy en día. Relató esta experiencia en su libro Entre limones, que se convirtió en un éxito editorial en su país y más tarde en España. A Entre limones le siguieron otros dos libros sobre su vida en las Alpujarras (El loro en el limonero y Los almendros en flor) y Tres maneras de volcar un barco, que ya no está ambientado en tierras andaluzas, sino en las azules aguas del Egeo y en el turbulento Atlántico Norte.
El libro arranca una lluviosa tarde de otoño, cuando el autor se encuentra con una amiga que le propone trabajar en verano como patrón de un velero en las islas griegas. Nuestro protagonista, que por entonces tenía pocas perspectivas de trabajo, no duda un instante en aceptar la proposición, a pesar de no tener ni los más elementales conocimientos de navegación. Comienza entonces un acelerado y accidentado proceso de aprendizaje en Inglaterra. Más tarde se dirige a Grecia para hacerse cargo del velero, que se encuentra en Kalamaki, un puerto cercano a Atenas. Su misión es llevar el barco hasta la isla de Spetses, frente al Peloponeso, donde le esperan sus propietarios, una pareja de encatadores ancianos ingleses. Pero el barco está en un estado lamentable y es necesario repararlo, instalar un motor nuevo y ponerlo a punto.
Chris Stewart, con el sentido del humor que le caracteriza, nos relata sus peripecias en tierras griegas, se ríe de sus propios fracasos, derrocha vitalidad y optimismo, se sobrepone a todas las dificultades y sabe disfrutar de las cosas que realmente merecen la pena. Es un maestro en contar anécdotas y consigue transmitir su entusiasmo y el placer de la navegación, una actividad a la que llega de manera accidental, pero que se convertirá en una de las pasiones de su vida.
El poco viento con que contábamos era suficiente para llevarnos hasta Egina, por lo que tiré del timón, amollé la vela mayor hasta que se llenó de viento e hice firme la escota. Tim ajustó el foque y la vela de estay hasta que quedaron lisas como sábanas bien planchadas y llenas de viento, y el barquito se lanzó a saltos por la centelleante superficie azul, deshaciendo las pequeñas olas y convirtiéndolas en estelas de espuma blanca. Dios mío, ¿existían palabras para describir el sencillo placer de surcar velozmente, a pleno sol, el brillante mar azul en un barco de vela, sintiendo todo el empuje del timón? Empecé a reír a carcajadas hasta que los ojos se me llenaron de lágrimas, en parte por la brisa y la espuma de agua salada, pero, en honor a la verdad, también de puro éxtasis.
La segunda parte del libro narra una aventura muy distinta. El autor responde a la llamada de su antiguo instructor y se enrola como tripulante en un velero que, partiendo de Inglaterra, pretende seguir la ruta de los antiguos vikingos entre las costas de Noruega y la isla de Terranova. Ni las gélidas aguas del Atlántico Norte con sus amenazantes témpanos de hielo, ni las terribles tempestades a las que tiene que enfrentarse hacen mella en el ánimo de Stewart, que nos regala otro espléndido y divertido relato marinero en medio de las condiciones más adversas.
Chris Stewart |
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