

La vieja subió aún más arriba, hacia la agreste ladera de la cañada. Abajo, en la vaguada de Ajilá, el río corría por todo el profundo valle con un murmullo tranquilo, en apariencia inmóvil y sereno, pero en realidad eternamente móvil bajo los largos y cargados plátanos; entre musgo, arbustos y helechos, susurraba en secreto, besaba los troncos de los árboles, serpenteaba a lo largo del valle, verduzco por los matices de hierba, besaba y mordía las rocas y las raíces, agua transparente, cristalina, rebosante de pequeños cangrejos que corrían a esconderse en la oscura arena si cualquier pastorcillo, dejando a las ovejas pastar en la hierba fresca, venía a inclinarse en la corriente y levantaba piedras para cazarlos. El canto locuaz y sonoro de los pájaros resonaba armónico en el bosque, rodeaba toda la cuenca occidental, trepaba hasta la cumbre de Anáryiros, hasta Nido de Águila, donde se decía que durante tres generaciones había vivido un águila de mar que finalmente pereció sin dejar polluelos. En su nido desierto encontraron un completo museo de huesos de serpientes acuáticas, de focas, de tiburones y otras bestias marinas, con las que se había cebado de vez en cuando la gran ave poderosa de los mares de pico azulado y grandiosas alas cenicientas.
