DIDASKALOS

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lunes, 28 de octubre de 2013

Libro de maravillas para niñas y niños

Acabo de leer este delicioso libro de cuentos, inspirado en historias de la mitología clásica. Su autor es el escritor estadounidense Nathaniel Hawthorne (1804-1864) y ha sido publicado en español por Acantilado. La traducción corre a cargo de Marcelo Cohen y el texto viene acompañado de algunas ilustraciones de Arthur Rackham. La que aparece en la portada representa a Pandora abriendo la caja de la que salen volando los males del mundo.


Hawthorne escoge seis episodios del amplio repertorio mitológico de la antigüedad y los recrea despojándolos de su ropaje clásico. Es un ejemplo más del valor intemporal y la enorme versatilidad de las leyendas grecolatinas, susceptibles de ser reescritas una y otra vez desde los más diversos estilos y puntos de vista. El autor, no obstante, considera necesario justificarse en el prefacio de la obra por presentar una nueva versión de estas viejas historias:
El autor no se declara culpable de sacrilegio si a veces ha modelado de nuevo unas formas santificadas por una antigüedad de dos o tres mil años. Ninguna época puede reclamar derechos de autor sobre estas fábulas inmortales. Parece que no tuvieran origen y, sin duda, mientras exista el hombre es imposible que perezcan, pero, por esa misma indestructibilidad, son legítimamente susceptibles de que cada época las vista con su propio atuendo de modos y sentimientos y les infunda su propia moral. En la versión presente quizá han perdido mucho de su aspecto clásico (o bien el autor no tuvo el cuidado de conservarlo), y tal vez han adoptado un aspecto gótico o romántico.

Nathaniel Hawthorne

 De las historias que selecciona Hawthorne para su Libro de maravillas tres responden al esquema del héroe que afronta desafíos aparentemente imposibles: Perseo enfrentándose a la Gorgona, Hércules buscando las manzanas de oro del jardín de las Hespérides y Belerofonte luchando contra la Quimera a lomos de Pegaso. Los otros tres relatos dejan de lado la aventura para centrarse en el ejemplo moral. Son los episodios del ambicioso Midas, la curiosa Pandora y los hospitalarios Filemón y Baucis. Los dioses antiguos aparecen ocasionalmente en estos cuentos transformados en misteriosos personajes con poderes extraordinarios, aunque sin que se les mencione por su nombre. Hermes es el que interviene con más frecuencia en el libro, pero Hawthorne se inventa un nuevo nombre para él, Azogue.

Belerofonte luchando contra la Quimera. Ilustración de Arthur Rackham
Como es habitual en muchas colecciones de relatos -pensemos en el Decamerón de Bocaccio o en Las mil y una noches- también en este libro hay un marco externo a los propios cuentos que da unidad a la obra. Un grupo de unos doce niños se reúne en una casa, en un pequeño pueblo estadounidense. El heterogéneo grupo lo componen hermanos, primos y amigos de diferentes edades. Están acompañados por un joven universitario, Eustace Bright, miembro también de la familia, que pasa allí unos días de vacaciones. Será el joven Eustace el que, para entretener a los niños, relatará sus originales versiones de algunas de las historias más conocidas de la mitología clásica. Los niños escuchan con deleite sus narraciones, unas veces en el porche de la casa, otras en una frondosa hondonada a orillas de un arroyo, o en el cuarto de los juguetes, mientras la nieve cubre de blanco el paisaje, o en  la cima de una colina desde la que se divisa la campiña circundante. Se nota que el autor disfruta componiendo estas deliciosas escenas que preceden y siguen a los relatos del primo Eustace y crean un ambiente muy especial que domina toda la obra.

Aunque el libro, ya desde el título, se muestra destinado a un público infantil, su lectura resulta igual de placentera para los adultos. Como muestra de ello e invitación para seguir leyendo, ofrecemos el comienzo de una de las historias, la que lleva por título El paraíso de los niños:
Hace mucho, mucho tiempo, cuando nuestro mundo estaba en su tierna infancia, hubo un niño llamado Epimeteo que no tenía padre ni madre, y para que no estuviera solo, desde un país lejano le enviaron una niña, también huérfana de padre y madre, que viviría con él y sería su compañera de juegos y amiga. Se llamaba Pandora.
Cuando entró en la cabaña donde vivía Epimeteo, lo primero que vio Pandora fue una gran caja. Y casi la primera pregunta que le hizo tras haber cruzado el umbral fue:
-Epimeteo, ¿qué guardas en esa caja?
-Eso es un secreto, querida Pandora -respondió Epimeteo- y te pido que tengas la bondad de no hacer más preguntas sobre el asunto. La dejaron aquí para que esté a salvo y ni siquiera yo sé qué contiene.
-Pero ¿quién te la dio? -preguntó Pandora- ¿Y de dónde vino?
-También es un secreto -replicó Epimeteo.
-¡Qué fastidio! -exclamó Pandora con un mohín-. Maldita caja, ¡ojalá no estuviese ahí!

Epimeteo, Pandora y la Esperanza. Ilustración de Arthur Rackham.

miércoles, 16 de octubre de 2013

El latín ha muerto, ¡viva el latín!

Este es el título de un ameno e interesante ensayo del latinista germano Wilfried Stroh, profesor emérito de la Universidad de Munich. El libro obtuvo un notable éxito en su edición original alemana y ha sido publicado en español por Ediciones del Subsuelo, con traducción de Fruela Fernández.


Como reza el subtítulo del libro, Breve historia de una gran lengua, el profesor Stroh se propone recorrer la historia del latín desde sus orígenes hasta nuestros días, admirándose de la resistencia a desparecer de esta lengua, a la que el autor le gusta llamar regina linguarum (reina de las lenguas). Lejos de ser un sesudo manual académico, el libro de Stroh, sin renunciar al rigor científico, avanza por la historia de la lengua latina recreándose en sabrosas anécdotas y dando muestras de fina ironía y sentido del humor. Basta con ver la imagen del autor que aparece en su página de Internet para hacerse una idea de su carácter desinhibido.

Wilfred Stroh (Valahfridus), caracterizado como Horacio.
El panorama que abarca el estudio de Stroh no se detiene con la caída del Imperio Romano de Occidente y el fin de la Antigüedad. De hecho, la mayor parte del libro se ocupa del cultivo y la pervivencia del latín en épocas posteriores, con capítulos dedicados a la Edad Media, el Renacimiento, La Reforma y la Contrarreforma, la Ilustración, la revolución industrial, hasta llegar al mundo de hoy. Después del Renacimiento el autor presta una atención preferente a la situación del latín en el mundo germánico, que es el ámbito que mejor conoce.
Es un lugar común hablar del latín, y también del griego clásico, como lenguas muertas. Yo prefiero decir a mis alumnos que son más bien lenguas inmortales, ya que, a pesar de que hace mucho tiempo que dejaron de ser la lengua materna de nadie, siguen ejerciendo su influencia en el vocabulario culto de la mayoría de las lenguas de Europa. En la misma opinión insiste el profesor Stroh cuando habla de la mors immortalis del latín. 
Una de las ideas más llamativas y sugerentes recogidas en el libro es que la primera muerte del latín, al menos en su variedad culta y literaria, se produjo precisamente en su época de mayor esplendor, en el siglo I de nuestra era. Después de las obras cumbre de Cicerón en prosa y de Virgilio en poesía parece que se tuvo conciencia de que el latín literario había alcanzado sus más altas cotas expresivas. A partir de entonces sufrió una especie de petrificación y dejó de evolucionar. Tan sólo se ampliará el vocabulario para designar las nuevas realidades y conceptos surgidos en los siglos siguientes, pero la estructura de la lengua permanecerá inmutable. Así lo expresa el profesor Stroh:
Nuestras expresiones de "lengua viva" y "lengua muerta" se basan en una metáfora biológica: igual que el organismo de un ser vivo (sea planta o animal) crece y se transforma hasta que la muerte pone fin a esas transformaciones, las lenguas están vivas en la medida en que se transforman y se desarrollan. La lengua de Goethe o la lengua de Cervantes, como observará cualquier estudiante de secundaria, no es ya la lengua que se habla actualmente en sus países. Más lejos aún se encuentra la lengua de un poeta barroco, y más aún la lengua medieval con sus primeros testimonios casi incomprensibles para el lego. El alemán, el español o el francés, como el resto de las lenguas vivas, han avanzado y se han modificado durante los últimos ocho siglos y es previsible que sigan haciéndolo.
Por el contrario, existen otros idiomas, como el sánscrito de la India o el árabe clásico, que no experimentan ya esa evolución. Y entre ellos se encuentra el latín: no a lo largo de su historia, desde luego, pero sí aproximadamente desde la época de Augusto. A la vez que su expansión global, se produjo la "muerte" del latín, al menos del literario; es decir, que ya en esa época se consolidó y adquirió la forma inalterada que presenta hoy en día.
Inscripción de una taberna de Pompeya

El capítulo que cierra el libro se ocupa del latín vivo, del que el autor es un ferviente cultivador. Hablar y escribir hoy día en latín no es una extravagancia de un grupo de chiflados, sino la mejor manera de acercarse a esta lengua. Porque no hay que olvidar que el latín es precisamente eso, una lengua, y como tal, para poder dominarla, es preciso servirse de ella como instrumento de comunicación. Así lo entendieron los humanistas y todos cuantos siguieron expresándose en latín en los siglos posteriores. Seguro que ninguno de ellos alcanzó tan alto nivel de competencia a base de hacer análisis sintácticos. Pero oigamos de nuevo al profesor Stroh:
Es evidente que pocas personas querrán aprender latín según el método habitual de muchas instituciones, que lo convierte en una especie de álgebra superior o tal vez de química. Se busca el núcleo del predicado -osculatur (él besa)- y se pregunta entonces por la totalidad de la frase a través de los complementos necesarios (¿Quién besa? Catullus ¿A quién besa? Lesbiam) y de otros detalles (¿Dónde besa? ¿Por qué besa? ¿Con qué frecuencia besa?). De izquierda a derecha, de derecha a izquierda, se va montando una frase hasta que finalmente tiene sentido. Nunca habría logrado Catulo besar a Lesbia o leerle sus poemas si ella hubiese tenido que esforzarse tanto para entenderlo. ¿No deberíamos, por lo tanto, intentar que el latín se aprenda por el camino natural de la escucha, la comprensión y el habla?

El libro termina con un epílogo en el que se recogen las conclusiones y se pregunta por el futuro de la lengua latina. Después de más de trescientas páginas el autor ha logrado transmitirnos su entusiasmo y fascinación por el latín, al que le gusta presentar como un auténtico héroe de novela, capaz de resistir todo tipo de adversidades gracias a una fuerza misteriosa que lo protege:
Sea como sea, la historia muestra algo con claridad: los incomparables éxitos del latín durante los dos milenios posteriores a Cicerón, Virgilio y al emperador Augusto no se explican por meras razones de utilidad. Hay una fuerza inexplicable que le permite sobrevivir una y otra vez a su muerte. A falta de un nombre mejor, lo llamo la magia del latín.

Wilfried Stroh

viernes, 4 de octubre de 2013

Π pas


Hace apenas unas semanas que se inició el curso y, como siempre, a pesar de que las condiciones son peores cada año, vuelve la ilusión por enseñar a nuestros alumnos de griego las letras del alfabeto. Por otro lado, a la vuelta de la esquina tenemos una nueva huelga de profesores, en contra de los recortes y de una ley concebida de espaldas a la comunidad educativa. Todo ello me ha hecho recordar un cortometraje que vi hace unos meses, en el que, a partir de una letra griega, se reflexiona sobre el valor que le damos a la educación y a la cultura.



Por si a alguien le interesa participar dejo también el enlace a una consulta ciudadana por la educación, que ha organizado la Plataforma Estatal por la Escuela Pública.