DIDASKALOS

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domingo, 28 de mayo de 2017

Viaje a Ítaca (V)

Κι αν πτωχική την βρεις, η Ιθάκη δεν σε γέλασε.

Aunque la encuentres pobre, Ítaca no te engañó.

Puede que Homero nunca estuviera en Ítaca, que los lugares que describe en la Odisea sean producto de su imaginación. Hay quien piensa que no pudo ser el autor de la Odisea, que él mismo es un personaje de ficción. Otros han sostenido incluso que la isla de Odiseo no es la actual Ítaca, sino la cercana Léucade. Sea como fuere Ítaca no es una isla más del Jónico, es ya para siempre un paisaje literario, el único elemento de la Odisea, aparte de sus versos inmortales, que permanece prácticamente igual después de dos mil setecientos años. La belleza de sus paisajes se carga de significados nuevos cuando el viajero los recorre buscando los escenarios donde el autor situó su historia. Quizás se trate de un ejercicio vano, porque es imposible identificar con certeza esos lugares, porque el mejor viaje es el que se realiza con la imaginación, pero produce una emoción especial releer algunos fragmentos de la obra en los parajes en los que supuestamente están ambientados.
Está en el país de Ítaca el puerto de Forcis, el anciano del mar, formado por dos orillas prominentes y escarpadas que convergen hacia las puntas y protegen exteriormente las grandes olas contra los vientos de funesto soplo, y en el interior las corvas naves, de muchos bancos, permanecen sin amarras así que llegan al fondeadero. Al cabo del puerto está un olivo de largas hojas y muy cerca una gruta agradable, sombría, consagrada a las ninfas que náyades se llaman.

A este sitio, que ya con anterioridad conocían, fueron a llegarse, y la embarcación andaba velozmente y varó en la playa, saliendo del agua hasta la mitad. ¡Tales eran los remeros por cuyas manos era conducida! Apenas hubieron saltado de la nave de hermosos bancos en tierra firme, comenzaron sacando del cóncavo bajel a Odiseo, con la colcha espléndida y la tela de lino, y lo pusieron en la arena, entregado todavía al sueño; y seguidamente, desembarcando las riquezas que los ilustres le habían dado al volver a su patria, gracias a la magnánima Atenea, las amontonaron todas al pie del olivo, algo apartadas del camino.


La pequeña bahía de Dexia es el lugar en el que los feacios depositaron a Odiseo dormido con sus riquezas. El primer paisaje de su añorada tierra que descubre al despertar, veinte años después de haber partido. Un islote cierra la bahía, al fondo se divisa el monte Nérito, el más alto de la isla. No hay sólo un olivo, sino varios a lo largo de la pequeña playa de guijarros blancos. A través del agua cristalina se distinguen las manchas negras y punzantes de los erizos de mar. Un pequeño embarcadero y no más de cinco o seis casas dispersas por la ladera. El lugar transmite una paz absoluta, como si no quisiera despertar a su rey, dormido en la playa después de tantos trabajos.




Según cuenta Pedro Olalla en su Atlas Mitológico de Grecia, hasta el siglo XVIII existió una cueva junto a la orilla, donde Odiseo habría escondido sus riquezas con ayuda de Atenea, pero fue destruida para obtener materiales de construcción. Unos dos kilómetros hacia el interior hay otra cueva donde los arqueólogos han encontrado ofrendas a las ninfas. Actualmente está cerrada por riesgo de desprendimientos, pero merece la pena acercarse hasta ella para disfrutar de unas espléndidas vistas de la bahía.



Siguiendo la carretera hacia el norte atravesamos el istmo que une las dos mitades de la isla. Ganamos altura rápidamente ascendiendo por las laderas del monte Nérito. Después de unas curvas pronunciadas se abre a la derecha un terreno llano y despejado que algunos han identificado como el campo de Laertes. Este sería el lugar donde se produjo el encuentro de Odiseo con su anciano padre en una de las escenas más conmovedoras de la obra.




Odiseo, incansable embustero, no le revela inmediatamente su identidad a Laertes. Cuando al fin le dice que es su hijo, que ha vuelto tras veinte años de ausencia, el anciano desconfía y le pide una prueba que lo demuestre.
Si lo deseas, te enumeraré los árboles que una vez me regalaste en este bien cultivado huerto: pues yo, que era niño, te seguía y te los iba pidiendo uno tras otro; y, al pasar por entre ellos, me los mostrabas y me decías su nombre. Fueron trece perales, diez manzanos y cuarenta higueras; y me ofreciste, además, cincuenta leños de cepas, cada uno de los cuales daba fruto en diversa época, pues hay aquí racimos de uvas de todas clases cuando los hacen madurar las estaciones que desde lo alto nos envía Zeus.


La carretera sigue subiendo y un desvío a la izquierda nos lleva al monasterio de Kathara o de Panayía Kathariotisa, que se halla en uno de los puntos más elevados de la isla. En el interior del recinto encontramos a un parroquiano que barre el patio. Le preguntamos si hay monjes viviendo en el monasterio y nos contesta que el último que quedaba murió hace tan sólo un mes con más de noventa años. Él sigue viniendo a diario para mantener limpio el lugar. Desde el campanario, algo apartado del edificio principal, se disfruta un impresionante panorama del profundo puerto de Vathy y la parte sur de Ítaca.




Seguimos hacia el norte y atravesamos el pueblo de Anoyi, el más alto de Ítaca, en la ladera este del Nérito. Poco después la carretera desciende hacia Stavros, en cuyas proximidades se encuentra el paraje conocido como Escuela de Homero. Se trata de unos modestos restos arqueológicos, cubiertos por tablones de madera medio podridos, pero los últimos estudios parecen confirmar que aquí estaba el principal núcleo micénico de la isla.



Aunque las ruinas sean un tanto decepcionantes y difíciles de interpretar, resulta emocionante recorrerlas pensando que nos hallamos en el palacio de Odiseo, el lugar donde Penélope habría esperado pacientemente a su esposo soportando las insolencias de los pretendientes. Las vistas desde aquí no desmerecen a las de otras partes de la isla.


Después de tantas emociones hay que buscar un lugar para reponer fuerzas. Nos dirigimos al encantador pueblo de Kioni, uno de los lugares más hermosos de Ítaca. Allí en una taberna junto al mar nos sentamos a disfrutar del apacible ritmo de vida de este maravilloso rincón del Jónico.




martes, 23 de mayo de 2017

Viaje a Ítaca (IV)

Η Ιθάκη σ’ έδωσε τ’ ωραίο ταξείδι.
Χωρίς αυτήν δεν θάβγαινες στον δρόμο.
Άλλα δεν έχει να σε δώσει πια.

Ítaca te dio un hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Otra cosa no tiene ya que darte.

El Ionion Pelagos surca el mar del que toma su nombre en un espléndido mediodía de abril. Al acercarnos a Ítaca por el sudeste la isla no nos presenta su cara más hospitalaria. Un perfil montañoso con laderas cubiertas de vegetación que llegan hasta el borde del mar. Ni una playa, ni un puerto, ni un pueblo, ni rastro de presencia humana, a excepción de un camino que se adivina entre los arbustos y termina en una pequeña construcción, quizá una ermita, que añade una pincelada de color al extremo este de la isla.



El barco se aparta de la costa de Ítaca para dirigirse a la vecina Cefalonia, que ofrece un aspecto más acogedor. Alguna cala, villas que miran al mar desde las laderas salpicadas de cipreses, pueblos que se distinguen a lo lejos, en el interior, y el animado puerto de Sami, donde hacemos una escala.
 

De nuevo ponemos rumbo a Ítaca, directos a su costa oeste. Tampoco aquí se divisa población alguna. Parece que la isla estuviese encerrada sobre sí misma, reacia a recibir al visitante. A medida que nos vamos aproximando se percibe una mancha que clarea la línea de costa. Un pequeño acantilado, un muelle de hormigón y no más de cuatro pequeñas edificaciones. Es el puerto de Pisaetos, un lugar aparentemente en medio de la nada, nuestra puerta de entrada a Ítaca.




El barco se vacía rápidamente, recibe nuevos pasajeros y emprende el regreso a Sami. Nosotros, felices de pisar por fin la tierra de Odiseo, tomamos la carretera que conduce a la capital de la isla. Al final de una subida nos detenemos para visitar las ruinas de Alalcomenas. El lugar fue excavado por Schliemann, creyendo que podría tratarse del palacio de Odiseo. Encontró los muros de aparejo ciclópeo que rodeaban la acrópolis, pero nada parecido a los espléndidos tesoros de Troya y Micenas.




Excavaciones posteriores han hallado restos de una larga ocupación que va desde los tiempos micénicos hasta el período clásico, pero parecen descartar que estuviera aquí el principal centro micénico de la isla. Lo que no se puede discutir es que las vistas son dignas de un rey.



Volvemos a la carretera y descendemos por el estrecho istmo que mantiene unidas las dos partes de la isla. Por fin Ítaca nos ofrece su cara más amable: profundas bahías rodeadas de montañas con algún pequeño islote y al fondo de uno de los más hermosos puertos naturales del Mediterráneo, Vathy, la capital, con la pequeña isla del Lazareto y sus casas de volúmenes cúbicos y discretos colores reflejándose en el mar.



En la plaza principal, abierta por un lado al puerto, buscamos la agencia donde conocemos a Eleni, que tan amablemente nos había gestionado los billetes del barco. Después de saldar nuestra cuenta salimos de nuevo a la plaza. Junto al muelle encontramos un moderno grupo escultórico en bronce que representa a Odiseo contemplando el mar.


Otro busto en mármol rinde homenaje a Homero, que dio fama universal a esta isla.


La inscripción recuerda la respuesta del oráculo de Delfos al emperador Adriano, cuando éste le preguntó por la patria de Homero:

De patria es itacense;
Telémaco es su padre
y Epicasta, hija de Néstor, su madre,
que dio a luz a este, de los mortales
con mucho el hombre más sabio.

Penélope tiene también su monumento, aunque más modesto y en un lugar menos destacado, a las puertas de un supermercado.


En nuestro recorrido desde Atenas varias personas nos habían preguntado por el destino final de nuestro viaje. Al enterarse de que nos dirigíamos a Ítaca todos reaccionaban de la misma manera. Esbozaban una sonrisa y repetían como un mantra dos palabras: ήσυχο νησί (una isla tranquila). Durante nuestras primeras horas en la isla ya nos habíamos dado cuenta de que nos hallábamos en un sitio especial, en el que reina una calma que te hace sentir como en casa.
Paseando por las calles de Vathy entramos en la tienda de un artesano que fabrica objetos de latón. Mientras da forma a una pieza en su banco de trabajo nos empieza a hablar de su tierra y repite las palabras mágicas, ήσυχο νησί. En toda la isla viven unas tres mil personas y casi todos se conocen. En verano la población prácticamente se duplica. Muchos itacenses que trabajan fuera regresan a pasar las vacaciones. Los turistas llegan en barcos de recreo o se alojan en los escasos hoteles de la isla y en casas o apartamentos de alquiler. Aun así Ítaca se mantiene a salvo de la presión turística. ¿Cómo va a venir mucha gente, si no cabemos más? -se pregunta nuestro amigo. Se sorprendería de ver todo lo que puede llegar a caber en otros lugares del litoral mediterráneo: bloques de apartamentos, hoteles, urbanizaciones, grandes cruceros, parques temáticos y acuáticos... Esperemos que Ítaca no caiga en las garras del turismo de masas para que no pierda su personalidad y nunca deje de ser un ήσυχο νησί.
A los pies del artesano dormita un perro negro. Se llama Argos -nos dice-, como no podía ser de otra manera. Le pregunto si él no se llamará Odiseo. Sonríe tras su tupida barba y contesta que su nombre es Thanasis. Aunque tiene un hijo, tampoco se llama Telémaco, ni su mujer Penélope. Si alguna vez pasáis por Ítaca acercaos a la tienda de Thanasis. Os llevaréis un rato de buena conversación y, a lo mejor, un barquito de latón que navega sobre una guijarro de la isla.

 

miércoles, 17 de mayo de 2017

Viaje a Ítaca (III)

Πάντα στον νου σου νάχεις την Ιθάκη.
Το φθάσιμον εκεί είν’ ο προορισμός σου.
Aλλά μη βιάζεις το ταξείδι διόλου.

Ten siempre a Ítaca en la mente.
Llegar allí es tu destino.
Pero de ningún modo apresures el viaje.

Abandonamos Naupacto y retomamos el camino hacia el oeste, teniendo a Ítaca siempre en la mente y cada vez más cerca en el mapa. El golfo de Corinto se cierra en su parte más estrecha para luego abrirse hacia el mar Jónico. La luz de la mañana resalta el blanco de los enormes pilares del puente que desde hace unos años une las dos orillas.


Pasamos junto a esta gran obra de la ingeniería moderna y durante unos kilómetros la carretera circula en paralelo a una autopista a punto de ser inaugurada, con flamantes túneles y viaductos que en el futuro harán más accesibles estas regiones de Grecia, a cambio de modificar profundamente el paisaje. Frente a la modernidad de estas nuevas infraestructuras la toponimia de los lugares que atravesamos se obstina en hacer viajar nuestra mente de nuevo hacia el pasado. Nos sale al paso el río Eveno, de ancha corriente, que acumula piedras y arena en sus orillas. Es el río que el centauro Neso ayudó a cruzar a Deyanira, antes de intentar violarla. Desde la otra orilla Heracles disparó sus flechas y acabó con la vida del centauro. La sangre de Neso sería tiempo después la causa de la muerte del héroe, como cuenta Sófocles en las Traquinias. Deyanira fue una princesa de Calidón, la ciudad cuyas ruinas aparecen más adelante a un lado de la carretera. Llama la atención su curioso teatro, en el que la orquestra y las primeras filas del graderío tienen planta rectangular.



Subimos por la colina y encontramos los restos de un heroon y los cimientos del templo de Ártemis sobre una terraza que domina la llanura circundante hasta el mar.



En el solitario paseo por las ruinas no hallamos ni rastro del legendario jabalí que asoló estas tierras, pero nos topamos con otras fieras más pequeñas que nos dan un buen susto al salir huyendo ruidosamente a nuestro paso.


Cerca de Calidón, junto al mar, está la heroica ciudad de Mesolongui, rodeada de marismas, donde Lord Byron encontró la muerte mientras apoyaba la causa de la independencia de Grecia. Siguiendo por la carretera principal pasamos junto a más restos antiguos: unos baños romanos y la ciudad de Pleurón, construida en una colina sobre unas imponentes terrazas. Pero continuamos hacia el oeste y atravesamos la ciudad de Etolikó, con su singular emplazamiento en una pequeña isla en mitad de la marisma. Nos aproximamos al curso del Aqueloo, uno de los ríos más caudalosos de Grecia, que en la mitología rivalizó con Heracles por la mano de Deyanira. Desde la Antigüedad la línea de costa se ha visto modificada por los sedimentos arrastrados por el río. Oiniades era una ciudad etolia situada junto al mar, cuyas ruinas se encuentran hoy rodeadas de tierras de cultivo. Mi admirada Ana Capsir, que ha hecho Mil viajes a Ítaca y tan bien conoce estas tierras, me descubrió el lugar en una entrada de su blog. Por la parte que miraba a tierra Oiniades estaba protegida por una muralla de la que quedan bastantes restos.


Pero lo más impresionante del recinto arqueológico son los antiguos astilleros, que contemplamos desde un terreno que hace más de dos mil años ocupaba el mar. Se trata de seis enormes rampas talladas en la roca, por las que se sacaban las naves a tierra para hacer reparaciones o resguardarlas en invierno. Unas columnas sotenían la techumbre hoy perdida.


En la parte alta de ciudad había también un teatro, que conserva la orquestra y buena parte del graderío.


En estas ruinas solitarias nos encontramos, como en Calidón, con varias serpientes. El guardia nos había advertido que tuviéramos cuidado, porque en estos primeros días de calor del año las piedras desnudas de los monumentos antiguos son su sitio favorito para calentarse. Otros reptiles más inofensivos poblaban el lugar, unas pequeñas tortugas que se ocultaban entre las hierbas del suelo.

 

A pocos kilómetros de Oiniades se encuentra Ástaco, el puerto desde el que sale el barco para Ítaca. Había sido un poco complicado conseguir los billetes, al menos desde nuestra perspectiva de europeos occidentales. Pero aquí, en Grecia, las cosas funcionan de otra manera. La confianza y la costumbre pueden resultar más eficaces que los modernos trámites online. Para asegurarme de que no me quedaba sin pasaje en unas fechas en las que los griegos vuelven a casa para celebrar la Pascua, había intentado sacar los billetes desde España por Internet. La página de la compañía naviera no me ofrecía esa posibilidad, así que lo intenté con otros sitios de venta de billetes. Tampoco había manera. Finalmente me puse en contacto por correo electrónico con una agencia de viajes de Ítaca que aparecía en la página de la compañía. Una amable señorita, llamada Eleni, me contestó que si le enviaba los nombres de los pasajeros ella se encargaría de emitir los billetes. Le pregunté de qué manera podía hacer la transferencia para pagarlos y cómo me los harían llegar a España. Me contestó que no era necesario hacer ninguna transferencia. Sólo tenía que pasarme por su oficina cuando estuviera en Ítaca y entonces pagaría y recogería los billetes de vuelta. Tampoco hacía falta que yo tuviera billete alguno para embarcar en Ástaco. Bastaba con que dijera mi nombre al subir al barco. Estando en España lo normal parecía desconfiar de este procedimiento y sospechar que podía haber algún tipo de engaño, o que cabía la posibilidad de que nos quedáramos sin plaza en el barco, al no tener ningún tipo de documento. Pero yo confié en la amable Eleni y en la naturalidad con la que me había explicado todo. Y ahora estábamos allí, en el muelle de Ástaco, viendo cómo el Ionion Pelagos vomitaba su cargamento de viajeros, coches y camiones procedentes de Ítaca, para hacer sitio a los que esperábamos para embarcar.


Ver a los demás pasajeros con su billete en la mano me produjo cierta inquietud. Cuando cruzamos la rampa un miembro de la tripulación nos pidió los billetes. Le contesté que no teníamos billetes, pero que yo era ο κύριος Κάστρο. Entonces consultó un papel adhesivo que tenía pegado en el exterior de su mano izquierda. Entre los garabatos allí escritos debía estar mi nombre, porque esbozó una sonrisa y contestó con un Περάστε (Pasad). En unos momentos veíamos desde la cubierta cómo nos alejábamos del encantador pueblo de Ástaco, con su muelle, su paseo, su playa y algún pequeño hotelito.


Un poco más allá las islas deshabitadas que cierran la bahía de Ástaco, donde se pueden distinguir varios criaderos de las doradas que encontramos en las pescaderías de nuestros supermercados.



Después de pasar entre los islotes se adivina por fin, en un plácido mar Jónico, la silueta de la isla de Odiseo.




sábado, 13 de mayo de 2017

Viaje a Ítaca (II)

Πολλά τα καλοκαιρινά πρωιά να είναι
που με τι ευχαρίστησι, με τι χαρά
θα μπαίνεις σε λιμένας πρωτοειδωμένους.

Que sean muchas las mañanas de verano
en que con placer y alegría
entres en puertos vistos por primera vez.

Había estado en Delfos durante mi primer viaje a Grecia, hace ahora 27 años, pero despertar aquí es un privilegio que se vive como si fuese la primera vez. La luz va llenando de matices las rocas de la montaña y descubriendo, en lo profundo del valle, un mar de olivos que se extiende hasta fundirse con el golfo de Corinto. Probablemente sea el lugar más sagrado y mágico de Grecia. Aquí se encontraron las dos águilas enviadas por Zeus desde los confines del mundo para determinar su centro, el lugar apropiado para colocar el ὀμφαλός, la piedra que había logrado evitar que el dios de dioses fuese devorado por su padre Cronos.


La primera divinidad que ocupó Delfos fue Gea, la Tierra, que puso como guardián del lugar a Pitón, una serpiente monstruosa a la que Apolo mataría con sus flechas para convertirse en el nuevo señor del santuario. En recuerdo del monstruo las futuras sacerdotisas de Apolo recibieron el nombre de pitias o pitonisas y empezaron a predecir el futuro encaramadas a un peñasco desprendido de las rocas Fedríades. Luego vendría el templo y los demás edificios del santuario, a medida que Delfos se convertía en un gran centro de poder religioso, político y económico.


Cuando uno empieza a ascender por la vía sacra la mirada se fija en las ruinas del templo de Apolo, que se levanta a media ladera y cuya fachada estuvo presidida en su día por la famosa inscripción ΓΝΩΘΙ ΣΕΑΥΤΟΝ, conócete a ti mismo.



Después de llegar a la explanada del templo el camino sigue ascendiendo hacia el teatro y el estadio. Es entonces cuando nuestra atención se desvía hacia abajo y el paisaje de Delfos, salpicado de cipreses y con un exuberante colorido primaveral, va adquiriendo toda su majestuosidad. Uno no se cansa de volver la mirada cada poco para descubrir una nueva perspectiva.





Al descender se distingue más abajo, separado del recinto principal por la moderna carretera, el santuario de Atenea Pronaia, otro paraje encantador, al que se llega tras pasar junto a la fuente Castalia.



Había otro lugar en Delfos al que tenía un interés especial por volver, su museo arqueológico, donde se guardan algunas obras maestras del arte griego, como la esfinge de los naxios, los relieves del tesoro de los sifnios o las estatuas de Cleobis y Bitón.




Allí, en la última sala del museo, recuerdo que en mi anterior visita sentí un escalofrío al mirar a los ojos del auriga. Después de tantos años he vuelto a emocionarme contemplando esta prodigiosa obra del genio griego, en la que un material tan frío como el bronce parece cobrar vida. El ideal de noble simplicidad y serena grandeza, con el que Winckelmann definiría el arte clásico, alcanza aquí su expresión más lograda. Si hubiera que elegir un símbolo que resumiera lo que más admiro del legado de la antigua Grecia, creo que escogería al auriga de Delfos, por delante del Partenón o una tragedia de Sófocles.




Pero hay que tener siempre a Ítaca en la mente. Llegar allí es nuestra meta. Así que reemprendemos el viaje, descendemos por las estribaciones del Parnaso y nos sumergimos en el mar de olivos que desemboca en Itea. Desde allí la carretera discurre pegada a la costa. El relieve es demasiado abrupto como para permitir el paso entre las montañas. Islotes deshabitados salpican esta orilla norte del golfo de Corinto. A la vuelta de algún recodo se descubre una bahía, con su playa de guijarros y su embarcadero más o menos grande. Un pequeño núcleo urbano y viviendas dispersas aprovechando el escaso terreno llano entre la costa y la montaña. Se suceden los pueblos con nombres de santos, Ayios Nikolaos, Ayia Irini, Ayios Spiridón y, un poco más allá, Trizonia, una isla algo más grande, a tiro de piedra de la costa, con su pequeño puerto y algunas casas alrededor. Viniendo de España resulta sorprendente que esta parte del litoral mediterráneo conserve su encanto original y haya escapado al afán depredador de los promotores inmobiliarios. Así debieron de ser también nuestras costas antes de llenarse de edificios de apartamentos, campos de golf y urbanizaciones interminables en las laderas de las montañas. Los pueblos se van haciendo más grandes cuando nos acercamos a Naupacto, nuestra próxima parada. Allí nos espera una ciudad que conserva sus antiguas fortificaciones y un bonito puerto construido por los venecianos.



Los venecianos cambiaron el nombre griego de la ciudad por el de Lepanto y en sus aguas tuvo lugar la famosa batalla que acabó en 1571 con la hegemonía naval de los turcos. A pesar de resultar herido en el brazo izquierdo, Miguel de Cervantes se sentía orgulloso de haber participado en la más memorable ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros. En Naupacto tiene Cervantes su propio parque, aunque la transcripción del nombre del ilustre escritor resulta un poco chocante.




Este pequeño parque cultural, a un lado del puerto, está presidido por una estatua que no se sabe muy bien si representa al autor o a su personaje Don Quijote. La lápida en español no lo aclara, pero nos alegra ver aquí, tan lejos de casa, los nombres de algunas localidades manchegas.