DIDASKALOS

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sábado, 28 de septiembre de 2019

Una versión diferente en cómic de la leyenda de Troya

Llevamos casi diez años publicando en ΔΙΔΑΣΚΑΛΟΣ reseñas sobre comics inspirados en la leyenda troyana. Algunas de esas entradas se cuentan entre las más leídas del blog. Por aquí han pasado, sobre todo, adaptaciones de la Odisea: el clásico de Pérez Navarro y Martín Saurí, que data de los años ochenta; una versión destinada al público escolar; la serie de tres volúmenes titulada Ulises, del francés Sébastien Ferran, y un tomo de Clásicos Ilustrados Marvel con guion de Roy Thomas. La Ilíada no ha atraído tanto la atención del mundo de la historieta, pero en su día comentamos la adaptación de Marvel y una versión manga de la Ilíada y la Odisea en un solo volumen. Más allá de los poemas homéricos un par de comics han pretendido abarcar el ciclo troyano completo: La guerra de Troya, que cierra la trilogía sobre el tema firmada por Roy Thomas para Marvel, y La Edad de Bronce, un ambicioso proyecto inconcluso de Eric Shanower.

En general todas estas obras siguen fielmente la versión tradicional del mito y lo adaptan con mayor o menor fortuna al lenguaje del cómic. Pero hoy nos ocupamos de una obra con un planteamiento diferente. Sus autores se sirven de los personajes y situaciones de la leyenda troyana para construir un argumento novedoso. Se trata de la serie Troya, con guion de Nicolas Jarry y dibujos de Erion Campanella Ardisha, publicada en español por Yermo Ediciones en dos volúmenes.



En el primer episodio, titulado El pueblo del mar, arrancan los hilos argumentales que se irán desarrollando a lo largo de la obra. Hécate, una misteriosa mujer hija de la Luna, acude al oráculo de Delfos para consultar a la Pitia sobre el enfrentamiento que se está gestando entre Zeus y su padre Cronos. Entretanto, Aquiles con sus mirmidones intenta conseguir armas de hierro en Egipto y busca a Tindáreo, el rey de Esparta, con el que trama una alianza para oponerse al poderoso Agamenón. Pero Tindáreo y su ejército han sido aniquilados por una fuerza misteriosa, que ha dejado el campo de batalla cubierto de cenizas negras. La misma amenaza se cierne desde el este sobre el imperio hitita, por lo que su rey decide solicitar la ayuda del faraón de Egipto.

Es normal que en este tipo de obras el rigor arqueológico y filológico quede en un segundo plano y se puedan colar en una historia ambientada en el siglo XIII a.C. elementos arquitectónicos y de cultura material propios de épocas posteriores. Al fin y al cabo el mismo Homero tenía sus dudas sobre cómo podían los héroes de sus poemas combatir desde carros tirados por caballos. Pero en este caso las alarmas saltan desde la primera página, cuando vemos una recreación de la Acrópolis de Atenas de época clásica para ilustrar lo que se supone que es el oráculo de Delfos. Llama también la atención encontrar cúpulas y minaretes en las ciudades de Egipto y del imperio hitita, o una representación de Anubis y una especie de minotauro egipcio en la tumba de Tindáreo en Esparta.





Pero dejemos a un lado de momento los escrúpulos arqueológicos para que la trama siga su curso. Tras la muerte de Tindáreo su hija Helena es coronada como reina de Esparta. A la ceremonia acuden los principales reyes de Grecia y dos jóvenes príncipes de Troya, Paris y Héctor. La nueva reina se verá obligada a renunciar a su amor por Aquiles para ceder ante las razones de estado. Podemos comprobar cómo los principales personajes del ciclo troyano van apareciendo en el cómic, pero las piezas se encajan de manera diferente para conformar un puzle totalmente nuevo.



Más allá de intrigas políticas y alianzas matrimoniales el complot orquestado por Cronos para arrebatarle el poder a Zeus va tomando forma. Los misteriosos ejércitos que atacan el imperio hitita están a su servicio, al igual que las Erinias, unas siniestras guerreras que intentan intervenir en los asuntos de los hombres. Hécate, conocedora de los planes de Cronos, va en busca del centauro Quirón. A ellos se unirá Aquiles, rechazado por Helena. Entre los tres tratarán de encontrar la manera de frenar el avance de las fuerzas de Cronos en El secreto de Talos, el segundo capítulo de la serie.



Por su parte, Helena decide seducir a Paris para escapar del matrimonio con el malvado Menelao. En el tercer capítulo, Los misterios de Samotracia, los dos amantes llegan a Troya, mientras que Hécate, Quirón y Aquiles se dirigen a la isla de Samotracia para consultar a la Gran Madre. En una nueva licencia arqueológica de los autores las monumentales estatuas que aparecen a la entrada del santuario están inspiradas en la cultura precolombina.



Tras la huida de Helena, los griegos que siguen a Agamenón emprenden los preparativos para navegar hacia Troya, pero no encuentran vientos favorables. Las oscuras fuerzas que mueven los hilos de los acontecimientos exigen el sacrificio de Ifigenia, la hija de Agamenón. A estas alturas del cómic ya nos vamos acostumbrando a que los elementos de la leyenda original se traten de una forma novedosa al insertarse en la trama.



En el último capítulo, Las puertas del Tártaro, todas las líneas argumentales convergen y los protagonistas principales acuden a la ciudad de Troya: el rey hitita, que a lo largo de la historia ha intentado poner a salvo a su pueblo con ayuda de los egipcios; el ejército griego, comandado por Agamenón, y el trío formado por Hécate, Quirón y Aquiles, que en las costas de Troya se reúnen con Patroclo y los mirmidones. Aparece por fin Cronos en escena, pero no con el aspecto con el que había sido presentado ocasionalmente a lo largo de la obra, cuando se hacía alusión a sus luchas pasadas, sino caracterizado como un típico villano de Marvel, con barba de varios días.




Llega el momento de la lucha final en torno a Troya y encontramos los personajes y episodios conocidos: la muerte de Patroclo, el combate entre Héctor y Aquiles, el caballo que libera a las fuerzas enemigas en el interior de la ciudad... Pero, como hemos dicho más arriba, esas mismas piezas, cambiadas de orden y con elementos nuevos, conformarán un cuadro completamente diferente al transmitido tradicionalmente.


En general la serie es un tanto irregular, con pasajes brillantes y otros más convencionales, tanto en el dibujo como en el guion. He de confesar que he experimentado sensaciones encontradas mientras leía Troya. Al principio desconcierto y, a veces, hasta indignación por las recreaciones de algunos escenarios y determinadas licencias del argumento; decepción también porque un episodio tan significativo como el combate entre Héctor y Aquiles se resuelva en apenas tres viñetas. Pero reconozco, por otro lado, la libertad de todo creador para innovar a partir del material transmitido y, en este sentido, los autores consiguen un resultado francamente original. La historia, con sus titubeos iniciales, con sus luces y sus sombras, termina por funcionar y logra enganchar al lector.

martes, 3 de septiembre de 2019

La Grecia eterna

Es normal poner etiquetas a las distintas etapas de la historia de un país y hablar, por ejemplo, de la España antigua, la España medieval o la España moderna. En el caso de Grecia, sin embargo, la distinción entre Grecia clásica y Grecia moderna no siempre es inocente y responde a una mera clasificación cronológica. Quizás porque el período más valorado e influyente de su historia se remonta a la Antigüedad, muchos estudiosos se han empeñado en trazar una frontera infranqueable que niega cualquier tipo de continuidad cultural y étnica entre los griegos antiguos y los modernos. Como si estos últimos fueran una especie de indignos sucesores, que habitan el mismo territorio que sus gloriosos antepasados y hablan una forma evolucionada de su prestigiosa lengua, contaminada con elementos extraños. Para superar esa tendenciosa dicotomía entre Grecia clásica y Grecia moderna a mí me gusta utilizar la expresión Grecia eterna. Ese es precisamente el título del libro que hoy comentamos.


La Grecia eterna no es un libro reciente. Fue publicado en 1908 y la editorial Renacimiento lo reedita ahora en su colección Los Viajeros con presentación de Aurora Luque. Su autor, Enrique Gómez Carrillo (1873-1927), fue un personaje peculiar. Nacido en Guatemala, emigró a Europa donde entró en contacto con los círculos literarios de París y Madrid. Fue nombrado cónsul de su país en Francia y llegaría a ser condecorado con la Legión de Honor por su promoción de la cultura francesa y su labor como corresponsal durante la Primera Guerra Mundial. Escritor prolífico, cultivó la ficción, la crítica literaria y, sobre todo, el periodismo. Sus crónicas internacionales, que cubren lugares tan variados como Rusia, Japón, Egipto, China o Palestina le valieron el título de príncipe de los cronistas. Buena prueba del prestigio de Gómez Carrillo es el hecho de que su libro sobre Grecia fuera traducido un año después al francés con prólogo de Jean Moréas, autor del que ya hablamos en otra ocasión en ΔΙΔΑΣΚΑΛΟΣ. Fue conocido también por su vida bohemia y mujeriega. Estuvo casado, entre otras, con la célebre actriz y cantante Raquel Meller y se le llegó a relacionar con la entrega a las autoridades francesas de la espía Mata-Hari.

Enrique Gómez Carrillo

Cuando Gómez Carrillo viaja a Grecia, en los albores del siglo XX, se encuentra un país que ha experimentado una intensa transformación desde su independencia del dominio turco, apenas setenta años antes, y que todavía no ha alcanzado las fronteras que hoy conocemos. La crónica se inicia cuando el barco en el que navega el autor atraviesa el estrecho de Mesina y se adentra en lo que él llama el mar de la Odisea. Pasa de noche junto a las Islas Jónicas, que apenas se distinguen en la oscuridad, pero le sirven de pretexto para lanzar una primera andanada contra la ciencia alemana, la geografía y la filología, que ponen en duda que la Ítaca actual pueda ser la patria de Ulises.
La geografía es una demoledora de leyendas, casi tan absurda como la filología. Para probar lo que se propone, no sólo ha cambiado el sitio de las islas, de los puertos, de los mares, sino que ha llegado a decir que Ulises, el divino Ulises, encarnación del alma helénica, fue, no un griego, sino un fenicio.
Gómez  Carrillo no viaja solo, lo hace en compañía de un tal Mauricio, que será su interlocutor a lo largo del recorrido y con el que intercambiará opiniones y puntos de vista sobre diversos temas. Una vez en tierra, el trayecto entre el Pireo y Atenas les sirve para descubrir la luz, el cielo y el paisaje del Ática y establecer semejanzas con el de España. Ya en Atenas el autor se sorprende por encontrarse con una ciudad moderna, con un pequeño París, de amplias avenidas y edificios neoclásicos.
¡Atenas, la nueva Atenas que ha resucitado de una muerte milenaria, la Atenas libre, fuerte y docta soñada por Byron, hela aquí! En verdad, yo nunca me la figuré tal cual hoy aparece en mis primeras peregrinaciones callejeras. A fuerza de oír hablar de su esclavitud, la creí vestida a la oriental, con trapos violentos y joyas vistosas.
Es una ciudad elegante, animada, lujosa, limpia, rica y digna. Por ninguna parte un mendigo, ni una tienda sórdida, ni un grupo andrajoso. En este sentido, Roma es más oriental que Atenas.
Atenas es occidental, como una ciudad de Francia, como una ciudad de España.
-Parece -me dice Mauricio- una capital de provincia francesa, poblada por españoles.
La avenida Panepistimíu y la Academia Nacional a principios del siglo XX

La plaza Sίntagma en 1901

Siguen un par de capítulos sobre la raza eterna y el alma nacional, conceptos que nos resultan un tanto trasnochados, pero en los que se apoya el autor para defender la continuidad cultural entre la Grecia antigua y la moderna. Su mente traza fácilmente similitudes entre los griegos actuales y los estereotipos clásicos. El heroísmo demostrado durante la Guerra de Independencia contra los turcos es parangonable a las hazañas de la Antigüedad. En otro capítulo, titulado El alma pagana, insiste en la supervivencia del paganismo en algunos aspectos de la religiosidad moderna: los dioses griegos han traspasado sus poderes e intercambiado su figura con los santos cristianos; Asclepio ha sido sustituido por la Virgen de Tinos.

Como todo viajero occidental Gómez Carrillo se siente atraído por los restos del pasado clásico, pero se acerca a ellos con una mirada distinta a la del arqueólogo, el filólogo o el académico, ante cuyas teorías ya hemos visto que experimenta cierta prevención. La Antigüedad se despoja del frío academicismo universitario y se vuelve más humana y cercana, cuando uno contempla los escenarios donde se desarrolló.
Toda antigüedad, vista desde aquí, se trueca en una época palpitante que nos interesa, no por su impasible y olímpica lejanía, no por su armoniosa blancura de mármol, no por su carácter majestuoso, sino, al contrario, por su vigor, por su intensidad, por su vida. Lo que nuestros doctos profesores nos presentan cual una era sobrehumana, fue la más humana de las eras. Por eso fue la más grande. Por eso sus vestigios, convertidos en reliquias de mármol o en recuerdos de poesía y de aventuras, están más presentes que los vestigios aún no enterrados de siglos cercanos.
En cualquier caso el autor es buen conocedor de la cultura clásica. Sus visitas al Cerámico, Eleusis, Micenas, Epidauro o Corinto, más que minuciosas descripciones de los restos arqueológicos, le suscitan reflexiones diversas sobre las costumbres del pasado, en las que se muestra deudor de ese academicismo que tanto critica. A diferencia de otros viajeros contemporáneos el esplendor de los restos y las leyendas antiguas no eclipsa su curiosidad por otros períodos de la historia de Grecia. Un par de capítulos se ocupan de la literatura medieval, el ciclo de Diyenís, las canciones de los kleftes y las leyendas populares.

Portada de la edición original

Teniendo en cuenta la personalidad de Gómez Carrillo no podían faltar en el libro unas páginas dedicadas a la vida mundana de la capital griega y a las mujeres atenienses, cuya elegancia es equiparable a la de las parisinas. Se siente fascinado por las antiguas figurillas de terracota, las famosas tanagras, en las que encuentra un precedente de la moda femenina de su tiempo. Le llama la atención la bulliciosa vida de los cafés, toda una institución social donde los griegos se reúnen para hablar y discutir desde la mañana a la noche sin apenas consumir.
Venid todos a Atenas si queréis saber lo que es el amor perpetuo del café... Porque aquí no hay horas determinadas para reunirse alrededor de las mesitas de mármol. Desde el amanecer los lugares donde se bebe están llenos de gente. Pero cuando digo se "bebe" me expreso mal. En los cafés griegos no se bebe. Se habla, se discute, se perora. Yo no sé cómo los cafeteros no se arruinan. Cada velador pertenece a un grupo, y en cada grupo hay una persona que pide una copa de raki o una taza de moka. Los demás toman agua clara y pronuncian claros discursos. El interior de los establecimientos, por grande que sea, resulta estrecho para la concurrencia desde las diez o las once de la mañana. Después del almuerzo, las aceras se pueblan de mesitas. El café invade la calle. La charla llena la ciudad.
Café Licurgo de la plaza Mitropóleos en 1907

El libro se cierra con una curiosa reflexión final sobre los motivos por los que algunos viajeros experimentan cierta desilusión al contemplar la Acrópolis y el Partenón. Es el caso de Chateaubriand, Lamartine, Gautier y el propio Gómez Carrillo.
Si existe en el mundo un santuario que no impresiona con la brusca exaltación, es la Acrópolis. [...] La roca del santuario sólo nos inquieta, obligándonos a recogernos para interrogarnos mentalmente y para examinar los motivos de nuestra desilusión momentánea. Porque aunque no siempre queremos confesárnoslo a nosotros mismos, la desilusión existe, la desilusión es una realidad dolorosa.
La Acrópolis es el santuario de Atenea, la diosa de la razón, perfecta y distante. En contra de lo esperado su visión no provoca una emoción inmediata. Por eso el viajero siente esa frialdad cuando se halla frente a su templo y necesita un tiempo para interiorizar su grandeza.
Más tarde, contemplando desde este mi balconcillo lejano la apoteosis del templo en la claridad de la aurora, he llegado poco a poco a comprender la grandeza divina de la pobre columnata en ruinas. Y lo mismo que el gran Renan, he dicho en voz baja, sin exaltarme, mi oración ante la Acrópolis:
"¡Diosa de los ojos verdes, bendita seas!..."
Vista de la Acrópolis desde el templo de Zeus Olímpico

El libro de Enrique Gómez Carrillo puede parecer anticuado en ciertos aspectos y alejado de nuestra sensibilidad, pero es un testimonio valioso sobre la sociedad griega de la época y los intereses de quienes recorrían Grecia a principios del siglo XX, muy diferentes a los de los visitantes actuales, que rehúyen el bullicio de la capital en busca de pintorescos destinos de sol y playa. Sea como fuere, siempre ha habido, hay y habrá viajeros que acudan a la irresistible llamada de la Grecia eterna.

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