DIDASKALOS

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domingo, 19 de mayo de 2019

Tras las huellas del mito y la historia (I): Ifigenia y Maratón

σὲ δ' ἀμφὶ σεμνάς, Ἰφιγένεια, κλίμακας
Βραυρωνίας δεῖ τῇδε κλῃδουχεῖν θεᾷ·
οὗ καὶ τεθάψῃ κατθανοῦσα, καὶ πέπλων
ἄγαλμά σοι θήσουσιν εὐπήνους ὑφάς,
ἃς ἂν γυναῖκες ἐν τόκοις ψυχορραγεῖς
λίπωσ' ἐν οἴκοις.

Y tú, Ifigenia, en las sagradas escaleras
Brauronias debes servir a la diosa;
allí además serás enterrada al morir, y como ofrenda
te dedicarán las sutiles telas de los vestidos
que dejen en casa las mujeres 
que exhalen su alma en el parto.

Eurípides, Ifigenia entre los tauros, 1462-1467

Olimpo, Parnaso, Pelión, Peneo, Aqueronte, Tebas, Maratón, Salamina... En ningún sitio como en Grecia los nombres de las montañas, los ríos, las islas o las ciudades están tan cargados de significado. Echando un vistazo a un mapa de Grecia, o transitando por sus carreteras nos salen al paso topónimos familiares, que nos evocan leyendas mitológicas o nos recuerdan episodios de nuestros viejos libros de historia. Cuando uno recorre Grecia es difícil resistirse a la tentación de detenerse en esos lugares. Los ríos, las montañas, los paisajes siguen siendo esencialmente los mismos que contemplaron gloriosas hazañas, o en los que se ambientaron los antiguos mitos. Puede que algunas localidades hayan perdido su pasada grandeza, que se hayan convertido en anodinas ciudades modernas, rodeadas de fábricas y polígonos industriales, que no conserven apenas vestigios de la Antigüedad. Pero aun así siguen ejerciendo un magnetismo especial, asociado al poder evocador de su nombre. Hay que reconocer que los antiguos griegos fueron espléndidos propagandistas de su tierra y su pasado. Todos los pueblos tienen leyendas relacionadas con su geografía o su devenir histórico, pero ninguno ha elaborado en torno a ellas una mitología y una literatura tan ricas.
Desde hace algún tiempo intento acudir cada dos o tres años a mi cita primaveral con Grecia, coincidiendo con las vacaciones de Semana Santa. Siempre tengo un itinerario en la cabeza, pero para cerrar el recorrido me sirven de inestimable ayuda dos recursos: el primero es ΟΔΥΣΣΕΥΣ, una página del ministerio de cultura griego que incluye un mapa cultural de Grecia, en el que están señalados todos los monumentos, museos y sitios arqueológicos del país; el otro es el Atlas mitológico de Grecia de Pedro Olalla, una obra de consulta fundamental sobre la geografía mítica de Grecia.
Mi viaje de este año comenzó en Artémida, una localidad costera cercana al aeropuerto de Atenas. Su nombre no es casual, ya que esta zona del litoral del Ática estuvo en la Antigüedad estrechamente vinculada a Ártemis, la diosa de la caza, hermana de Apolo. A un par de kilómetros se encuentra Braurón, el principal santuario consagrado a la diosa por los atenienses. Según la leyenda en este lugar se veneraba la imagen de Ártemis que Ifigenia y Orestes habían traído desde Táuride, la actual Crimea. Como cuenta Eurípides en Ifigenia entre los tauros, Orestes rescató a su hermana, obligada a ejercer como sacerdotisa en tan remoto lugar, y juntos regresaron a Grecia, después de sustraer la estatua de la diosa.
El santuario se sitúa al abrigo de un promontorio rocoso, en una zona pantanosa junto a la desembocadura de un arroyo. Del antiguo templo de Ártemis solo quedan los cimientos, pero se ha reconstruido parte del pórtico dórico que rodeaba el gran patio central. Somos los únicos visitantes en esta mañana luminosa, las abundantes lluvias del invierno han cubierto de verdor todo el paraje, que tiene un encanto especial.



 Vista del santuario desde los cimientos del templo de Ártemis

En torno al patio central hay una serie de habitaciones con lechos adosados a las paredes. Aquí es donde vivían los oseznos, niños de entre cinco y diez años que habían sido entregados al servicio de la diosa, en agradecimiento por la ayuda recibida durante el parto. Hay que recordar que Ártemis, además de diosa de la caza, era también la protectora de los nacimientos. En el museo que hay junto al yacimiento se pueden contemplar un buen número de estatuas sonrientes de estos pequeños servidores de la diosa.



Para acceder a la entrada principal del santuario el camino que viene de Atenas debía sortear un arroyo, no muy profundo, pero con caudal constante. Para ello se construyó un curioso puente de piedra en el que todavía se pueden apreciar las huellas de los carros que traían a los peregrinos de todas partes del Ática. Cerca de él una pequeña ermita dedicada a San Jorge sigue manteniendo el carácter religioso del lugar. Antes de abandonar el yacimiento nos asomamos a unas pequeñas cavidades en el promontorio rocoso, donde supuestamente se hallaba la tumba de Ifigenia, la hija de Agamenón, que habría permanecido hasta su muerte en Braurón, consagrada al culto de Ártemis.


Tumba de Ifigenia

Tomamos el coche hacia el norte para dirigirnos a la llanura de Maratón, donde tuvo lugar la célebre batalla del 490 a.C. y donde mucho antes Teseo dio muerte al toro que asolaba la región. La carretera atraviesa varias localidades de la costa este del Ática, situadas entre montañas cubiertas de pinares y el mar. De repente el paisaje cambia y presenta un aspecto desolador: las laderas aparecen calcinadas, se distinguen aquí y allá los esqueletos de viviendas carbonizadas. Ahora comprendemos el origen de los enormes apilamientos de madera oscura que habíamos visto unos kilómetros atrás. Nos encontramos en Mati, donde hace apenas unos meses se produjo el terrible incendio que se cobró más de noventa víctimas, atrapadas por las llamas entre la montaña y el mar.
Conmocionados todavía por la magnitud del desastre llegamos a Maratón, un lugar en el que se mantiene vivo el eco de la historia. Nuestro primer destino es el túmulo donde los atenienses enterraron con todos los honores a sus 192 hoplitas caídos en la batalla contra los persas. En mitad de un olivar se levanta el imponente montículo, cubierto de hierbas y flores en este principio de la primavera ateniense. Rodeamos en casi total soledad este sencillo monumento, cargado de significado, que ha resistido el paso del tiempo. A la salida, en el aparcamiento, nos despide una moderna estatua de Milcíades, el general que guio a los atenienses hasta la victoria.




Cogemos de nuevo el coche y nos dirigimos al museo arqueológico, un pequeño edificio situado más al interior, donde la llanura limita ya con las montañas. En sus proximidades se halla otro túmulo más modesto que albergaba los restos de los plateenses caídos en la batalla de Maratón. La ciudad beocia de Platea, tradicional aliada de los atenienses, fue la única que les prestó ayuda en un momento tan crítico. Según cuenta Heródoto, el esforzado heraldo Fidípides había cubierto a pie en tan solo dos días la distancia entre Atenas y Esparta para solicitar la ayuda de los lacedemonios, pero éstos, retenidos en el Peloponeso por un escrúpulo religioso que les impedía salir en campaña antes de la luna llena, llegaron al Ática demasiado tarde, cuando la batalla ya se había decidido.


Túmulo de los plateenses

En el pequeño museo de Maratón, entre otros restos arqueológicos hallados en la zona, destaca la sala dedicada a la batalla, donde se conserva el capitel y dos tambores del trofeo erigido por los atenienses en recuerdo de la victoria. Se trata de una monumental columna jónica que debió estar coronada por una Nike. A unos kilómetros del museo, hacia el este, se puede contemplar, en el emplazamiento original del trofeo, una réplica moderna del monumento.



Abandonamos la llanura de Maratón y la tierra del Ática para dirigirnos a nuestro próximo destino, ya en la región de Beocia, donde el litoral de la isla de Eubea se va aproximando hasta casi juntarse con el continente. Allí se encuentra la bahía de Áulide en la que, según la leyenda, se congregó la flota griega capitaneada por Agamenón, antes de emprender la travesía hasta Troya. Hoy en día el paraje está dominado por una fábrica de cemento abandonada, un puente colgante, astilleros y zonas industriales. Gracias a la fuerza evocadora de la literatura podemos imaginar aquí a las más de mil naves que Homero menciona en su catálogo, esperando los vientos favorables que las lleven a Troya.



Es en esta costa donde se habría establecido el campamento de los aqueos, cada vez más impacientes por la larga espera. Aquí Agamenón se habría tenido que enfrentar al terrible dilema planteado por las palabras del adivino Calcante: elegir entre su deber como padre o su compromiso como caudillo de los griegos. Si quería conseguir vientos propicios para la flota debía sacrificar a su hija Ifigenia en el altar de la diosa Ártemis. Al final se impuso el comandante al padre e hizo venir a su hija desde Micenas con el pretexto de una boda con Aquiles, el mejor partido entre los guerreros griegos. Pero en Áulide le esperaba a Ifigenia un destino bien diferente. Aun hoy quedan junto a la vía del tren y la autopista algunos restos del santuario de Ártemis. Aquí, justo en el instante en el que iba a recibir el golpe fatal, se produjo un portento: la diosa se compadeció de la joven, la sustrajo a las miradas de todos y se la llevó hasta la lejana Táuride. Su lugar en el altar lo ocupó un ciervo, víctima propiciatoria para la expedición a Troya. El resto de la historia de Ifigenia ya lo conocemos.

Ruinas de Áulide

Muy cerca de Áulide se encuentra  la ciudad eubea de Calcis. De allí procedían las mujeres que forman el coro de la tragedia de Eurípides Ifigenia en Áulide. Han cruzado el Euripo, el estrecho canal que separa Eubea del continente, para contemplar las naves y el campamento de los aqueos. Nosotros hacemos el camino en sentido inverso. Chalkida, nombre actual de Calcis, es un buen sitio para pasar la noche después de un día tan intenso.

 ἔμολον ἀμφὶ παρακτίαν
ψάμαθον Αὐλίδος ἐναλίας
Εὐρίπου διὰ χευμάτων
κέλσασα στενοπόρθμων,
Χαλκίδα πόλιν ἐμάν προλιποῦσ'

 He llegado a la arena
costera de la marina Áulide
arribando por las corrientes
de estrechos pasos del Euripo,
tras abandonar mi ciudad de Calcis.

Eurípides, Ifigenia en Áulide, 164-168.

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