Πολλά τα καλοκαιρινά πρωιά να είναι
που με τι ευχαρίστησι, με τι χαρά
θα μπαίνεις σε λιμένας πρωτοειδωμένους.
που με τι ευχαρίστησι, με τι χαρά
θα μπαίνεις σε λιμένας πρωτοειδωμένους.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que con placer y alegría
entres en puertos vistos por primera vez.
Había estado en Delfos durante mi primer viaje a Grecia, hace ahora 27 años, pero despertar aquí es un privilegio que se vive como si fuese la primera vez. La luz va llenando de matices las rocas de la montaña y descubriendo, en lo profundo del valle, un mar de olivos que se extiende hasta fundirse con el golfo de Corinto. Probablemente sea el lugar más sagrado y mágico de Grecia. Aquí se encontraron las dos águilas enviadas por Zeus desde los confines del mundo para determinar su centro, el lugar apropiado para colocar el ὀμφαλός, la piedra que había logrado evitar que el dios de dioses fuese devorado por su padre Cronos.
La primera divinidad que ocupó Delfos fue Gea, la Tierra, que puso como guardián del lugar a Pitón, una serpiente monstruosa a la que Apolo mataría con sus flechas para convertirse en el nuevo señor del santuario. En recuerdo del monstruo las futuras sacerdotisas de Apolo recibieron el nombre de pitias o pitonisas y empezaron a predecir el futuro encaramadas a un peñasco desprendido de las rocas Fedríades. Luego vendría el templo y los demás edificios del santuario, a medida que Delfos se convertía en un gran centro de poder religioso, político y económico.
Cuando uno empieza a ascender por la vía sacra la mirada se fija en las ruinas del templo de Apolo, que se levanta a media ladera y cuya fachada estuvo presidida en su día por la famosa inscripción ΓΝΩΘΙ ΣΕΑΥΤΟΝ, conócete a ti mismo.
Después de llegar a la explanada del templo el camino sigue ascendiendo hacia el teatro y el estadio. Es entonces cuando nuestra atención se desvía hacia abajo y el paisaje de Delfos, salpicado de cipreses y con un exuberante colorido primaveral, va adquiriendo toda su majestuosidad. Uno no se cansa de volver la mirada cada poco para descubrir una nueva perspectiva.
Al descender se distingue más abajo, separado del recinto principal por la moderna carretera, el santuario de Atenea Pronaia, otro paraje encantador, al que se llega tras pasar junto a la fuente Castalia.
Había otro lugar en Delfos al que tenía un interés especial por volver, su museo arqueológico, donde se guardan algunas obras maestras del arte griego, como la esfinge de los naxios, los relieves del tesoro de los sifnios o las estatuas de Cleobis y Bitón.
Allí, en la última sala del museo, recuerdo que en mi anterior visita sentí un escalofrío al mirar a los ojos del auriga. Después de tantos años he vuelto a emocionarme contemplando esta prodigiosa obra del genio griego, en la que un material tan frío como el bronce parece cobrar vida. El ideal de noble simplicidad y serena grandeza, con el que Winckelmann definiría el arte clásico, alcanza aquí su expresión más lograda. Si hubiera que elegir un símbolo que resumiera lo que más admiro del legado de la antigua Grecia, creo que escogería al auriga de Delfos, por delante del Partenón o una tragedia de Sófocles.
Pero hay que tener siempre a Ítaca en la mente. Llegar allí es nuestra meta. Así que reemprendemos el viaje, descendemos por las estribaciones del Parnaso y nos sumergimos en el mar de olivos que desemboca en Itea. Desde allí la carretera discurre pegada a la costa. El relieve es demasiado abrupto como para permitir el paso entre las montañas. Islotes deshabitados salpican esta orilla norte del golfo de Corinto. A la vuelta de algún recodo se descubre una bahía, con su playa de guijarros y su embarcadero más o menos grande. Un pequeño núcleo urbano y viviendas dispersas aprovechando el escaso terreno llano entre la costa y la montaña. Se suceden los pueblos con nombres de santos, Ayios Nikolaos, Ayia Irini, Ayios Spiridón y, un poco más allá, Trizonia, una isla algo más grande, a tiro de piedra de la costa, con su pequeño puerto y algunas casas alrededor. Viniendo de España resulta sorprendente que esta parte del litoral mediterráneo conserve su encanto original y haya escapado al afán depredador de los promotores inmobiliarios. Así debieron de ser también nuestras costas antes de llenarse de edificios de apartamentos, campos de golf y urbanizaciones interminables en las laderas de las montañas. Los pueblos se van haciendo más grandes cuando nos acercamos a Naupacto, nuestra próxima parada. Allí nos espera una ciudad que conserva sus antiguas fortificaciones y un bonito puerto construido por los venecianos.
Los venecianos cambiaron el nombre griego de la ciudad por el de Lepanto y en sus aguas tuvo lugar la famosa batalla que acabó en 1571 con la hegemonía naval de los turcos. A pesar de resultar herido en el brazo izquierdo, Miguel de Cervantes se sentía orgulloso de haber participado en la más memorable ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros. En Naupacto tiene Cervantes su propio parque, aunque la transcripción del nombre del ilustre escritor resulta un poco chocante.
Este pequeño parque cultural, a un lado del puerto, está presidido por una estatua que no se sabe muy bien si representa al autor o a su personaje Don Quijote. La lápida en español no lo aclara, pero nos alegra ver aquí, tan lejos de casa, los nombres de algunas localidades manchegas.
Pero hay que tener siempre a Ítaca en la mente. Llegar allí es nuestra meta. Así que reemprendemos el viaje, descendemos por las estribaciones del Parnaso y nos sumergimos en el mar de olivos que desemboca en Itea. Desde allí la carretera discurre pegada a la costa. El relieve es demasiado abrupto como para permitir el paso entre las montañas. Islotes deshabitados salpican esta orilla norte del golfo de Corinto. A la vuelta de algún recodo se descubre una bahía, con su playa de guijarros y su embarcadero más o menos grande. Un pequeño núcleo urbano y viviendas dispersas aprovechando el escaso terreno llano entre la costa y la montaña. Se suceden los pueblos con nombres de santos, Ayios Nikolaos, Ayia Irini, Ayios Spiridón y, un poco más allá, Trizonia, una isla algo más grande, a tiro de piedra de la costa, con su pequeño puerto y algunas casas alrededor. Viniendo de España resulta sorprendente que esta parte del litoral mediterráneo conserve su encanto original y haya escapado al afán depredador de los promotores inmobiliarios. Así debieron de ser también nuestras costas antes de llenarse de edificios de apartamentos, campos de golf y urbanizaciones interminables en las laderas de las montañas. Los pueblos se van haciendo más grandes cuando nos acercamos a Naupacto, nuestra próxima parada. Allí nos espera una ciudad que conserva sus antiguas fortificaciones y un bonito puerto construido por los venecianos.
Los venecianos cambiaron el nombre griego de la ciudad por el de Lepanto y en sus aguas tuvo lugar la famosa batalla que acabó en 1571 con la hegemonía naval de los turcos. A pesar de resultar herido en el brazo izquierdo, Miguel de Cervantes se sentía orgulloso de haber participado en la más memorable ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros. En Naupacto tiene Cervantes su propio parque, aunque la transcripción del nombre del ilustre escritor resulta un poco chocante.
Este pequeño parque cultural, a un lado del puerto, está presidido por una estatua que no se sabe muy bien si representa al autor o a su personaje Don Quijote. La lápida en español no lo aclara, pero nos alegra ver aquí, tan lejos de casa, los nombres de algunas localidades manchegas.
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