DIDASKALOS

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martes, 23 de mayo de 2017

Viaje a Ítaca (IV)

Η Ιθάκη σ’ έδωσε τ’ ωραίο ταξείδι.
Χωρίς αυτήν δεν θάβγαινες στον δρόμο.
Άλλα δεν έχει να σε δώσει πια.

Ítaca te dio un hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Otra cosa no tiene ya que darte.

El Ionion Pelagos surca el mar del que toma su nombre en un espléndido mediodía de abril. Al acercarnos a Ítaca por el sudeste la isla no nos presenta su cara más hospitalaria. Un perfil montañoso con laderas cubiertas de vegetación que llegan hasta el borde del mar. Ni una playa, ni un puerto, ni un pueblo, ni rastro de presencia humana, a excepción de un camino que se adivina entre los arbustos y termina en una pequeña construcción, quizá una ermita, que añade una pincelada de color al extremo este de la isla.



El barco se aparta de la costa de Ítaca para dirigirse a la vecina Cefalonia, que ofrece un aspecto más acogedor. Alguna cala, villas que miran al mar desde las laderas salpicadas de cipreses, pueblos que se distinguen a lo lejos, en el interior, y el animado puerto de Sami, donde hacemos una escala.
 

De nuevo ponemos rumbo a Ítaca, directos a su costa oeste. Tampoco aquí se divisa población alguna. Parece que la isla estuviese encerrada sobre sí misma, reacia a recibir al visitante. A medida que nos vamos aproximando se percibe una mancha que clarea la línea de costa. Un pequeño acantilado, un muelle de hormigón y no más de cuatro pequeñas edificaciones. Es el puerto de Pisaetos, un lugar aparentemente en medio de la nada, nuestra puerta de entrada a Ítaca.




El barco se vacía rápidamente, recibe nuevos pasajeros y emprende el regreso a Sami. Nosotros, felices de pisar por fin la tierra de Odiseo, tomamos la carretera que conduce a la capital de la isla. Al final de una subida nos detenemos para visitar las ruinas de Alalcomenas. El lugar fue excavado por Schliemann, creyendo que podría tratarse del palacio de Odiseo. Encontró los muros de aparejo ciclópeo que rodeaban la acrópolis, pero nada parecido a los espléndidos tesoros de Troya y Micenas.




Excavaciones posteriores han hallado restos de una larga ocupación que va desde los tiempos micénicos hasta el período clásico, pero parecen descartar que estuviera aquí el principal centro micénico de la isla. Lo que no se puede discutir es que las vistas son dignas de un rey.



Volvemos a la carretera y descendemos por el estrecho istmo que mantiene unidas las dos partes de la isla. Por fin Ítaca nos ofrece su cara más amable: profundas bahías rodeadas de montañas con algún pequeño islote y al fondo de uno de los más hermosos puertos naturales del Mediterráneo, Vathy, la capital, con la pequeña isla del Lazareto y sus casas de volúmenes cúbicos y discretos colores reflejándose en el mar.



En la plaza principal, abierta por un lado al puerto, buscamos la agencia donde conocemos a Eleni, que tan amablemente nos había gestionado los billetes del barco. Después de saldar nuestra cuenta salimos de nuevo a la plaza. Junto al muelle encontramos un moderno grupo escultórico en bronce que representa a Odiseo contemplando el mar.


Otro busto en mármol rinde homenaje a Homero, que dio fama universal a esta isla.


La inscripción recuerda la respuesta del oráculo de Delfos al emperador Adriano, cuando éste le preguntó por la patria de Homero:

De patria es itacense;
Telémaco es su padre
y Epicasta, hija de Néstor, su madre,
que dio a luz a este, de los mortales
con mucho el hombre más sabio.

Penélope tiene también su monumento, aunque más modesto y en un lugar menos destacado, a las puertas de un supermercado.


En nuestro recorrido desde Atenas varias personas nos habían preguntado por el destino final de nuestro viaje. Al enterarse de que nos dirigíamos a Ítaca todos reaccionaban de la misma manera. Esbozaban una sonrisa y repetían como un mantra dos palabras: ήσυχο νησί (una isla tranquila). Durante nuestras primeras horas en la isla ya nos habíamos dado cuenta de que nos hallábamos en un sitio especial, en el que reina una calma que te hace sentir como en casa.
Paseando por las calles de Vathy entramos en la tienda de un artesano que fabrica objetos de latón. Mientras da forma a una pieza en su banco de trabajo nos empieza a hablar de su tierra y repite las palabras mágicas, ήσυχο νησί. En toda la isla viven unas tres mil personas y casi todos se conocen. En verano la población prácticamente se duplica. Muchos itacenses que trabajan fuera regresan a pasar las vacaciones. Los turistas llegan en barcos de recreo o se alojan en los escasos hoteles de la isla y en casas o apartamentos de alquiler. Aun así Ítaca se mantiene a salvo de la presión turística. ¿Cómo va a venir mucha gente, si no cabemos más? -se pregunta nuestro amigo. Se sorprendería de ver todo lo que puede llegar a caber en otros lugares del litoral mediterráneo: bloques de apartamentos, hoteles, urbanizaciones, grandes cruceros, parques temáticos y acuáticos... Esperemos que Ítaca no caiga en las garras del turismo de masas para que no pierda su personalidad y nunca deje de ser un ήσυχο νησί.
A los pies del artesano dormita un perro negro. Se llama Argos -nos dice-, como no podía ser de otra manera. Le pregunto si él no se llamará Odiseo. Sonríe tras su tupida barba y contesta que su nombre es Thanasis. Aunque tiene un hijo, tampoco se llama Telémaco, ni su mujer Penélope. Si alguna vez pasáis por Ítaca acercaos a la tienda de Thanasis. Os llevaréis un rato de buena conversación y, a lo mejor, un barquito de latón que navega sobre una guijarro de la isla.

 

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