Κι αν πτωχική την βρεις, η Ιθάκη δεν σε γέλασε.
Aunque la encuentres pobre, Ítaca no te engañó.
Puede que Homero nunca estuviera en Ítaca, que los lugares que describe en la Odisea sean producto de su imaginación. Hay quien piensa que no pudo ser el autor de la Odisea, que él mismo es un personaje de ficción. Otros han sostenido incluso que la isla de Odiseo no es la actual Ítaca, sino la cercana Léucade. Sea como fuere Ítaca no es una isla más del Jónico, es ya para siempre un paisaje literario, el único elemento de la Odisea, aparte de sus versos inmortales, que permanece prácticamente igual después de dos mil setecientos años. La belleza de sus paisajes se carga de significados nuevos cuando el viajero los recorre buscando los escenarios donde el autor situó su historia. Quizás se trate de un ejercicio vano, porque es imposible identificar con certeza esos lugares, porque el mejor viaje es el que se realiza con la imaginación, pero produce una emoción especial releer algunos fragmentos de la obra en los parajes en los que supuestamente están ambientados.
Está en el país de Ítaca el puerto de Forcis, el anciano del mar, formado por dos orillas prominentes y escarpadas que convergen hacia las puntas y protegen exteriormente las grandes olas contra los vientos de funesto soplo, y en el interior las corvas naves, de muchos bancos, permanecen sin amarras así que llegan al fondeadero. Al cabo del puerto está un olivo de largas hojas y muy cerca una gruta agradable, sombría, consagrada a las ninfas que náyades se llaman.
A este sitio, que ya con anterioridad conocían, fueron a llegarse, y la embarcación andaba velozmente y varó en la playa, saliendo del agua hasta la mitad. ¡Tales eran los remeros por cuyas manos era conducida! Apenas hubieron saltado de la nave de hermosos bancos en tierra firme, comenzaron sacando del cóncavo bajel a Odiseo, con la colcha espléndida y la tela de lino, y lo pusieron en la arena, entregado todavía al sueño; y seguidamente, desembarcando las riquezas que los ilustres le habían dado al volver a su patria, gracias a la magnánima Atenea, las amontonaron todas al pie del olivo, algo apartadas del camino.
La pequeña bahía de Dexia es el lugar en el que los feacios depositaron a Odiseo dormido con sus riquezas. El primer paisaje de su añorada tierra que descubre al despertar, veinte años después de haber partido. Un islote cierra la bahía, al fondo se divisa el monte Nérito, el más alto de la isla. No hay sólo un olivo, sino varios a lo largo de la pequeña playa de guijarros blancos. A través del agua cristalina se distinguen las manchas negras y punzantes de los erizos de mar. Un pequeño embarcadero y no más de cinco o seis casas dispersas por la ladera. El lugar transmite una paz absoluta, como si no quisiera despertar a su rey, dormido en la playa después de tantos trabajos.
Según cuenta Pedro Olalla en su Atlas Mitológico de Grecia, hasta el siglo XVIII existió una cueva junto a la orilla, donde Odiseo habría escondido sus riquezas con ayuda de Atenea, pero fue destruida para obtener materiales de construcción. Unos dos kilómetros hacia el interior hay otra cueva donde los arqueólogos han encontrado ofrendas a las ninfas. Actualmente está cerrada por riesgo de desprendimientos, pero merece la pena acercarse hasta ella para disfrutar de unas espléndidas vistas de la bahía.
Siguiendo la carretera hacia el norte atravesamos el istmo que une las dos mitades de la isla. Ganamos altura rápidamente ascendiendo por las laderas del monte Nérito. Después de unas curvas pronunciadas se abre a la derecha un terreno llano y despejado que algunos han identificado como el campo de Laertes. Este sería el lugar donde se produjo el encuentro de Odiseo con su anciano padre en una de las escenas más conmovedoras de la obra.
Odiseo, incansable embustero, no le revela inmediatamente su identidad a Laertes. Cuando al fin le dice que es su hijo, que ha vuelto tras veinte años de ausencia, el anciano desconfía y le pide una prueba que lo demuestre.
Si lo deseas, te enumeraré los árboles que una vez me regalaste en este bien cultivado huerto: pues yo, que era niño, te seguía y te los iba pidiendo uno tras otro; y, al pasar por entre ellos, me los mostrabas y me decías su nombre. Fueron trece perales, diez manzanos y cuarenta higueras; y me ofreciste, además, cincuenta leños de cepas, cada uno de los cuales daba fruto en diversa época, pues hay aquí racimos de uvas de todas clases cuando los hacen madurar las estaciones que desde lo alto nos envía Zeus.
La carretera sigue subiendo y un desvío a la izquierda nos lleva al monasterio de Kathara o de Panayía Kathariotisa, que se halla en uno de los puntos más elevados de la isla. En el interior del recinto encontramos a un parroquiano que barre el patio. Le preguntamos si hay monjes viviendo en el monasterio y nos contesta que el último que quedaba murió hace tan sólo un mes con más de noventa años. Él sigue viniendo a diario para mantener limpio el lugar. Desde el campanario, algo apartado del edificio principal, se disfruta un impresionante panorama del profundo puerto de Vathy y la parte sur de Ítaca.
Seguimos hacia el norte y atravesamos el pueblo de Anoyi, el más alto de Ítaca, en la ladera este del Nérito. Poco después la carretera desciende hacia Stavros, en cuyas proximidades se encuentra el paraje conocido como Escuela de Homero. Se trata de unos modestos restos arqueológicos, cubiertos por tablones de madera medio podridos, pero los últimos estudios parecen confirmar que aquí estaba el principal núcleo micénico de la isla.
Aunque las ruinas sean un tanto decepcionantes y difíciles de interpretar, resulta emocionante recorrerlas pensando que nos hallamos en el palacio de Odiseo, el lugar donde Penélope habría esperado pacientemente a su esposo soportando las insolencias de los pretendientes. Las vistas desde aquí no desmerecen a las de otras partes de la isla.
Después de tantas emociones hay que buscar un lugar para reponer fuerzas. Nos dirigimos al encantador pueblo de Kioni, uno de los lugares más hermosos de Ítaca. Allí en una taberna junto al mar nos sentamos a disfrutar del apacible ritmo de vida de este maravilloso rincón del Jónico.
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