Acabo de leer De París a Monastir, la crónica del viaje que emprendió en octubre de 1915, en plena guerra mundial, un joven reportero catalán, Agustí Calvet, más conocido por su seudónimo Gaziel. Calvet había nacido en 1887 y cuando estalló la Gran Guerra se encontraba en París ampliando sus estudios de filosofía. Las notas en las que recogía sus impresiones sobre cómo la guerra iba transformando la ciudad del Sena acabarían convirtiéndose en una serie de artículos que aparecieron en La Vanguardia y que serían más tarde recopilados con el título Diario de un estudiante en París. El tono y el estilo de las crónicas de Gaziel conectaron enseguida con los lectores y se publicaron en el rotativo barcelonés nuevas entregas de sus artículos. A mediados de 1915 la atención informativa se desplazó al frente balcánico, tras la invasión de Serbia por parte de los Imperios Centrales y el envío de ayuda militar por parte de Inglaterra y Francia a través de Grecia. Hacia allí dirigió sus pasos Gaziel para escribir una nueva serie de reportajes que conforman el libro que hoy comentamos.
El desembarco de la fuerza expedicionaria francobritánica en Salónica había sido alentado por el primer ministro griego Elefcerios Veniselos, pero acabaría por desencadenar una grave crisis política, ya que el rey Constantino I, de tendencia germanófila, se opuso a esta decisión y destituyó a Veniselos. En este contexto Gaziel sale de París y se traslada a Barcelona, donde toma un barco que le lleva a Italia. En Nápoles se embarca en el Adriatikós, uno de los pocos buques que se atreven a hacer la travesía hasta Grecia, a pesar de la amenaza de los submarinos alemanes.
Como tantos viajeros occidentales Gaziel se dirige a Grecia deslumbrado por el esplendor de su antigua cultura y, al mismo tiempo, esperando hallar cierto exotismo oriental. El choque entre estas ideas preconcebidas y la realidad con la que se encuentra harán que su visión del país heleno, sus ciudades y sus gentes no resulte siempre positiva. Tras desembarcar en Patras y trabar amistad con un pintor y arqueólogo danés, buen conocedor de Grecia, que le acompañará el resto del viaje, Gaziel toma un tren hacia Atenas. Estas son sus primeras impresiones de la capital griega:
La llegada a Atenas produce un desengaño en cierto modo abrumador. El contraste que se experimenta, al viajar por Grecia, entre el cúmulo de recuerdos, imaginaciones y reminiscencias clásicas que acompañan por dentro al turista, y la cruda realidad que le rodea por fuera alcanza en Atenas su grado máximo. Al descender del tren el viajero se queda aturdido y como si acabara de ser víctima de un error de itinerario y, en lugar de hallarse en Grecia, se encontrara en el más moderno e infantil de los estados recientes. (...)
Una temperatura sofocante, insoportable, en pleno mes de noviembre. Avenidas y calles rectilíneas, anchas, inundadas de sol. Torbellinos de polvo en las encrucijadas abiertas a todos los vientos. Sequedad, apatía, modorra. Y un montón interminable de edificios blancos, nuevos, monótonos, todos iguales y sin carácter alguno, que parecen construidos a destajo y por docenas: he ahí lo que encuentra el viajero al llegar a Atenas con la imaginación repleta de partenones, ágoras, propileos, gimnasios, teatros, ninfas y victorias aladas.
Panorámica de Atenas a principios del siglo XX |
A pesar del desencanto del autor hay un elemento que cautiva a cualquier viajero que llega a Grecia, por muchos prejuicios que lleve en la maleta. Se trata de la belleza y luminosidad de su cielo, elogiada por Gaziel en repetidas ocasiones.
Solo una cosa, como ya he dicho, ha permanecido inalterable en Atenas: la transparencia portentosa del aire y la divina refulgencia del espacio. Al subir a la Acrópolis, es infinitamente mejor que contemplar los restos mutilados del Partenón, esparcir los ojos por el vasto panorama, hacia las cumbres rosadas del Himeto o a lo largo del camino de Eleusis, por donde llegaban antaño las claras procesiones de las Panateneas.Durante el tiempo que pasa en Atenas Gaziel toma el pulso a las calles de la capital y a su convulsa situación política, llegando a entrevistarse con el depuesto Veniselos y con algún que otro cargo del nuevo gobierno. Pasados unos días se embarca en un vapor que le lleva a Salónica, ciudad que se había incorporado tan sólo dos años antes al estado griego y que conserva todavía buena parte de esa fisonomía oriental que cautiva al viajero que llega desde el otro extremo del Mediterráneo.
A la caída de la tarde llegamos frente a Salónica. La aparición de la ciudad es sorprendente. El haz apiñado de su caserío está extendido en cuesta suave, sobre la falda de los montes que bordean el mar. A lo largo del muelle, los barrios modernos ostentan sus edificios antipáticos, de "estilo europeo", grandes, incoloros, donde están instalados los hoteles cosmopolitas y los cafés pretenciosos. (...) Pero alzamos los ojos por encima de la apariencia cercana del puerto, y Salónica se nos muestra en seguida con su penetrante melancolía oriental.
A medida que van subiendo por la cuesta del monte las casas se vuelven más pequeñas y humildes, más viejas, y van cerrando puertas y ventanas hasta quedar reducidas a cuatro muros espesos, con una sola puerta en la calle y un tragaluz bajo el alero, aisladas unas de otras y sumergidas en la paz de un grave y triste recogimiento. Desde el puerto se divisa a maravilla el ondular de los tejados amarillentos y las blancas azoteas. Por encima del caserío, salpicando aquí y allá su superficie, descuellan o asoman las moles de treinta mezquitas, con sus cúpulas abombadas y sus minaretes. A la luz del crepúsculo, su tono mate pálido contrasta con las masas aterciopeladas y hondas de cipreses, que se alzan en la lejanía, hacia los inmensos cementerios israelitas y turcos que bordean la villa, como lagos de silencio.
Vista de Salónica desde el mar |
Al ambiente ya de por sí cosmopolita de la ciudad se suman los oficiales ingleses y franceses de las tropas acampadas en los alrededores. Gaziel visita los campamentos aliados y contempla nuevos desembarcos de tropas. Dedica también unas páginas a los judíos sefarditas de Salónica, en las que el autor deja traslucir ciertos prejuicios antisemitas.
Soldados extranjeros en las calles de Salónica |
En la última parte del libro Gaziel emprende un arriesgado viaje en coche a través de las montañas de Macedonia, con la intención de llegar hasta Monastir -la actual Bitola en la Macedonia exyugoslava-, último reducto de la resistencia serbia ante el avance de los búlgaros, aliados de los Imperios Centrales. En este trayecto se topará con toda la crudeza del drama de los refugiados macedonios y serbios que cruzan la frontera hacia Grecia huyendo de los horrores de la guerra.
Los nuevos fugitivos serbios brotaban a oleadas. Los que venían delante eran en su mayoría hombres de aspecto montaraz, demacrados, barbudos, descalzos, armados algunos con largas picas de boyero (...). Después vimos acercarse una caterva de ancianos y mujeres, cargados de chiquillos que se les agarraban a los brazos y al cuello o se mantenían encaramados a racimos sobre sus espaldas: todos sucios, famélicos, abrumados de sueño o tiritando de frío.Es inevitable no encontrar paralelismos con la crisis actual de los refugiados que intentan desesperadamente llegar a Grecia procedentes de Oriente Medio, escapando de la barbarie y de la guerra que se han adueñado de sus países.
Llegada de refugiados a las costas griegas |
A pesar de que se le puedan achacar ciertos defectos, Gaziel consigue hilvanar en De París a Monastir un atractivo relato, a caballo entre la crónica de viajes y el reportaje periodístico. Es cierto que se deja llevar con demasiada frecuencia por los tópicos al hablar de italianos, franceses, ingleses o judíos, y que comete algún error sorprendente, como cuando sitúa la batalla de Maratón al sur del Peloponeso. Pero la prosa de Gaziel nos atrapa con sus brillantes descripciones de paisajes y su colorida caracterización del ambiente de las ciudades, que sabe salpicar con jugosas anécdotas. Ya en la parte final del libro nos transmite su sincera conmoción ante la desgracia de la que es testigo. De París a Monastir, publicado por Libros del Asteroide con prólogo de Jordi Amat, nos ofrece en suma un interesantísimo testimonio de la Grecia de principios del siglo XX a los ojos de un joven periodista catalán.